Hace algún tiempo tuve ocasión de ser testigo, en primera persona, de cómo se presenta a veces a los escolares la cultura de la solidaridad. Sucedió en un aula, en la que un par de compañeros de cursos más avanzados hablaron a estos chicos y chicas de Secundaria Obligatoria, durante pocos minutos, de lo importante que era apadrinar. Acto seguido, esos mismos escolares de sólo uno o dos cursos más adelante preguntaron personalmente a cada uno de esos chicos y chicas, lista en ristre, si iban a colaborar en dicha acción o no. Y allí mismo, en caliente y en vivo y en directo, cada uno de tales alumnos se manifestó y retrató ante el resto de sus compañeros.

Supongo que poco de lo que les he descrito resiste el más mínimo análisis en términos de código deontológico o de buenas prácticas del Tercer Sector. Obviamente, todas las organizaciones necesitan ilusionar y seducir a potenciales donantes con su discurso. Pero hacer las cosas así supone un menoscabo de qué es, verdaderamente, la cultura de la solidaridad. O de la justicia social, para mí un valor mucho más presente y potente en aquello de ayudarnos los unos a los otros y de tratar de revertir situaciones crónicas de inequidad. Para mí esto es dejar de hacerse las buenas preguntas para pasar, directamente, a la cuestión pecuniaria. Y, aparte de perder una enorme oportunidad de educar, esto supone, directamente, "pan para hoy y hambre para mañana". ¿Por qué? Porque, al no incidir en las cuestiones racionales vinculadas con la acción de donar, se opta -como mucho- por emocionar en el corto plazo, lo cual casi nunca va unido a una relación a largo plazo de donante y causa social.

Por eso yo hubiera cambiado el guión de dicha pequeña sesión, diseñada con buena intención, pero, desde mi punto de vista, nada efectiva para educar y para tejer una cultura de la solidaridad de forma sostenida en el tiempo. De hecho, a lo largo de mi vida profesional he tenido ocasión de, muchas veces, hablar en muy diferentes foros sobre esta cuestión. Y siempre empecé por una visión de contexto y una radiografía sobre qué pasa hoy en el mundo y, sobre todo, por qué -la eterna pregunta- muchos millones de personas siguen pasándolo realmente mal en su día a día. Y es que, adaptándolo a cada público, soy de los que piensan que es absolutamente necesaria tal visión racional sobre las causas de la pobreza, sobre su etiología más íntima, como única forma de poner negro sobre blanco la razón de realidades enquistadas y, de otro modo, difícilmente explicables. Salvo que uno recurra a tópicos, que no aportan nada...

Miren. Sin ánimo de simplificar en demasía, si las cosas están como están en muchos lugares donde es complicado vivir, es por causas estructurales y, a veces, incluso perfectamente estructuradas. Por intereses, también, en que nada cambie. Y porque, en tales contextos, hay quien saca lucro de todo ello. Y todo ello en un mundo cada vez más global, en el que la inequidad, ese gran fantasma del siglo XXI, ha tomado el testigo a la pobreza pura y dura propia de otros tiempos. Y es que, aun siendo esta sociedad de hoy en día la mejor que hemos conocido nunca en términos socioeconómicos globales -no tengan duda de ello-, es bien cierto también que algunos de los mimbres de los que nos hemos ido dotando en estas últimas décadas tienen la capacidad de que esto no sea así por mucho tiempo. Hay quien dice que, en un país de renta alta como España, los jóvenes de ahora vivirán peor que sus padres. Y esto, si sucede, estará marcando un punto de inflexión desde hace muchas décadas.

Por todo ello la cultura de la solidaridad -que surge del concepto ser solidario, lo cual a su vez significa, como en Física, "moverse con", o "conmoverse", el practicar el "hoy por ti y mañana por mí"- ha de estar bien enraizada en la antedicha justicia social. Porque si no creemos en que, aún aceptando y estando cómodos con el modelo económico y social en el que estamos inmersos, es necesaria una potente intervención del Estado -de lo de todos y todas- para equilibrar oportunidades y corregir los fallos del propio modelo, edificaremos una sociedad peor. Mucho más injusta, más insegura, más corrupta, mucho menos vivible y con enormes bolsas de población condenadas a no salir de los estratos más bajos en términos económicos y sociales. Una sociedad, a todas luces, en la que nos moveríamos de forma mucho más incómoda, independientemente de nuestra renta.

Los jóvenes de hoy son los actores de nuestro mañana. Y la inversión que hagamos en ellos en materia educativa, su mejor bagaje para diseñar un mundo mejor. Es por eso que me preocupó la aproximación a este tema aquel día, en el episodio que he referido al principio de estas líneas. Algo que he querido compartir hoy con ustedes, y que aquí les dejo con esa mezcla de emoción y respeto que siento dos veces a la semana, desde hace quince años, cada vez que mis ideas, sensaciones y experiencias son aireadas aquí para formar parte del "nosotros". Sean felices. Y tengan cuidado con Ophelia?