Hace unos días, el parlamento francés aprobó una ley que reconoce a la gente el derecho a equivocarse.

La norma se refiere a las relaciones entre el ciudadano y la administración que, en adelante, cuando se produzca un fallo en un trámite por primera vez, deberá partir de que se trata de un error "honesto". Si se cree que ha habido mala fe, es el Estado el que deberá probarlo antes de sancionar.

La norma francesa no ha estado exenta de polémica. Las críticas sostienen que el Estado claudica en sus obligaciones y que, de algún modo, se pone en solfa a los funcionarios. Pero yo no veo más que ventajas.

Desde un punto de vista pragmático, porque la cambiante e insaciable legislación hace que las relaciones de las personas con la administración pública sean un galimatías al alcance de muy pocos. Era muy niña cuando, en Las Doce Pruebas de Astérix, leí el capítulo de La Casa que Vuelve Loco en la que Astérix y Obélix debían realizar "una simple formalidad administrativa" consistente en obtener el Pase A 38 sin perder la razón en el intento. Fue la única vez en que los irreductibles galos estuvieron a punto de ser vencidos por los romanos. O por su burocracia. Contra eso, no hay poción mágica que valga. Con los años, aquellas viñetas geniales se han hecho carne en demasiadas ocasiones. Ignorar que, incluso para los profesionales, encontrar siempre el camino correcto es imposible, es no reconocer la evidencia.

Desde un punto de vista de la dignidad, porque me parece intolerable que tu país parta de la premisa de que actúas de mala fe o con ánimo delictivo. Es una falta de respeto que ninguna cultura de la picaresca justifica. Mi país tiene que tenerme el elemental respeto de considerarme, a priori, un ciudadano honorable sin perjuicio de que mis acciones, solo mis acciones, puedan demostrar lo contrario. La costumbre ha hecho que no percibamos determinadas premisas de la Administración, como los insultos que realmente son. Un asunto en el que trabajar.

Por último, pero no menos importante, desde un punto de vista general y humano. Aunque la norma francesa se refiere a algo muy concreto, reivindico el titular, la idea y el concepto del derecho a equivocarse y cometer errores, sea al hacer un trámite burocrático, al poner tu confianza en alguien y ser traicionado, al ser idealista y darte de morros con la realidad o al aceptar los postulados de la mayoría y descubrir que ser muchos nada tienen que ver con tener razón.

Cualquier padre de adolescentes lucha cada día contra la imposibilidad material de transmitir la sabiduría que solo da la experiencia. Para algunas cosas los discursos son inútiles, solo vale la vida.

Por eso pienso que el derecho a equivocarse debiera estar en leyes, constituciones y en la propia Declaración Universal de Derechos Humanos porque, como decía Oscar Wilde, "experiencia es el nombre que damos a nuestros errores".

No se equivoca el que nada hace. Y yo preferiré mil veces a los que se manchan las manos y pelan las rodillas al caer. Los mejores se quitan el polvo con un par de manotazos, ponen en pie y vuelven al camino. Al mismo o a otro distinto. Pero andan.