Señoras y señores, se les saluda. Abril ya, superado el impass que la Semana Santa supone en mucho de lo que se mueve en este país, y ya viento en popa a toda vela hacia meses de verano. Y es que, superado el equinoccio de primavera, la luz lo inunda todo, presagiando la canícula, que llegará más pronto que tarde... Que sí, que sí, no me sean descreídos con la cuestión meteorológica. Piensen que la lluvia, por prolija que les parezca ahora, es muy propia de estas fechas, y que la misma es, sobre todo, un fantástico regalo. ¡Anda que no estábamos preocupados con tanta sequía!

Y estos días, como es habitual, llega una nueva campaña de la Declaración de la Renta y Patrimonio -en este caso, la correspondiente a la anualidad 2017- que arranca, precisamente a partir de hoy, hasta el próximo 2 de julio. Pues bien, a pesar de tener algunos temas de actualidad bien candente sobre la mesa que me gustaría compartir con ustedes, déjenme que me decante en esta ocasión por este último. Porque el mismo, a pesar de que nos parezca cíclico y hasta costumbrista, no es nada baladí...

Ya les he explicado en más de una ocasión que tuve la oportunidad de vivir alguna campaña electoral en otras latitudes. En países donde la fiscalidad media era verdaderamente baja y en la que algunos políticos con miras realmente cortas, no se arredraban aún así en decir aquello de "¡Y vamos a bajar los impuestos!" Claro, así les iba. Países, en ese caso, donde el peso real del Estado era nulo. Y donde las infraestructuras, las políticas públicas o las transferencias sociales, podían ser calificadas con el apelativo de anecdóticas.

Porque, usted y yo lo sabemos, para hacer cosas hace falta dinero. Al Estado también. Y si no hay dicha capacidad de inversión y gasto, podemos plantear todas las ensoñaciones que queramos, que las mismas no servirán para nada. Si no hay plata, contante y sonante, apaga y vámonos. Por eso es tan importante una contribución real de todos y todas al erario común, de forma progresiva. No hay otra forma de mejora colectiva y, a partir de ahí, también de todos y cada uno de nosotros. Los países que mejor van, en términos de desarrollo real de su población, son países donde se pagan impuestos, universales y progresivos. Y cuando estos no funcionan, en cuanto a su lógica y diseño, o a sus mecanismos de recaudación, mala cosa.

Pero para que no haya dudas, el Estado también tiene que ser intachable en la aplicación de ese monto que todos aportamos, en función de nuestra renta y patrimonio. Y eso, para mí, está muy relacionado con la capacidad de rendir cuentas -lo que los anglosajones han bautizado con esa palabra beatífica que es accountability-, así como con una muy adecuada priorización de tal gasto. España, como país, ha mejorado mucho en muchos campos en las últimas décadas. Hoy es un país más moderno, con mucho mejores infraestructuras y capacidades, pero donde todavía es necesario afinar más en esa cuestión tan nuclear de en qué gastar o no nuestro dinero. Si esto no se hace bien, al ciudadano puede darle la impresión de que él paga, pero que su esfuerzo no revierte verdaderamente en el conjunto. Y esto es, no cabe duda, un problema.

Es por eso que, para mí, hace falta seguir insistiendo en una lucha contra la corrupción cuya pertinencia es, a estas alturas, obvia, así como con el necesario trabajo de detectar gasto superfluo, heredado del pasado, y que hoy no es lógico, soportable ni defendible. Me refiero, claro está, a la pendiente modernización definitiva de la Administración, y a la simplificación de las estructuras del Estado. Cuestiones que se van dejando a un lado año tras año, con Gobiernos más pendientes del día a día que de una verdadera concepción diferente, arriesgada, moderna y adaptada a los tiempos de un Estado que subsiste a base de poner parches sobre estructuras caducas y ancladas en la transición. Administraciones que se solapan, organismos cuya función nadie entiende demasiado y gasto suntuario y ligado a privilegios de cargos y personas que, perfectamente, puede y debe ser simplificado.

Porque los impuestos son sagrados si queremos edificar algo creíble. Y porque su resultado, esa masa dineraria que no es mía ni tuya, y sí de todos y todas, lo es todavía mucho más... Es nuestro camino al éxito o, si lo hacemos mal, a un estrepitoso fracaso.