Feud: Bette Davis y Joan Crawford, dos mujeres y un destino fatal que era el mismo al que estaban condenadas tantas estrellas de Hollywood cuando el cielo se tornó infierno. Basura para añadir a carreras que fueron luminosas, grandes actrices que saborean los últimos sorbos de la fama con admiradores que quizá busquen en ellas más morbo que devoción. Delirios, rencores, miserias: de eso habló décadas antes Billy Wilder en El crepúsculo de los dioses y no hay mucho más que añadir. Todos los personajes de esta serie están muertos, incluido el mejor de todos: el director Robert Aldrich. "Si hago más películas con sandalias pegadme un tiro", suplica tras Sodoma y Gomorra. Un hombre de gran talento no siempre acertado ni aceptado al que vemos acatando las órdenes de Sinatra empeñado en mirar a la cámara porque "la gente quiere ver mis ojitos azules". Humillándolo. ¿Crees que tengo potencial para la grandeza? No, le atizan. Le quedan pocos motivos para el orgullo pero se resiste a perder la dignidad. Jack Warner, el productor, le suelta: "Eres un segundón". Y remata: "Tengo debilidad por los perdedores. Volverás".

Y es que Aldrich, que tras el éxito de ¿Qué fue de Baby Jane? pensó que las cosas cambiarían, terminó haciendo la mediocre 4 tíos de Texas y el refrito Canción de cuna para un cadáver. Sus estrellas tampoco fueron mejor paradas: Bette hizo televisión y terror de serie B. Joan solo lo primero. Bette tenía clase y pinchaba. "Lo hizo por las malas", dice su epitafio.

El odio hizo grande a Wellington, dice alguien, pero en el cine las disputas nunca tratan sobre el odio. Tratan sobre el dolor. Ese dolor que atenaza a la esposa de Aldrich cuando se entera de que la engaña con una de sus estrellas: "No eres tan hombre para satisfacer a dos". Hay buenos momentos en Feud, y buenas interpretaciones, pero su retrato de las glamurosas cloacas de Hollywood es demasiado sobado.

El último magnate es un nuevo error a la hora de llevar a la pantalla una obra del gran Francis Scott Fitzgerald (solo Henry King en Suave es la noche y David Fincher en El curioso caso de Benjamin Button supieron sacarle provecho) en el que falla el guión, la dirección y casi todo el reparto (Matt Bomer parece una mala imitación de Jon Hamm en Mad men). Como ocurre en otra producción de Amazon, Z, inspirada en la tóxica aunque inevitable relación entre Scott Fiztgerald y su esposa Zelda (una imposible Christina Ricci y un impasible David Hoflin), se queda en la superficie de los personajes, se cobija en los lugares comunes con los que se suele adaptar al genial autor. En el caso de El último... es Kelsey Grammer quien sale airoso como productor independiente capaz de cualquier cosa por salvar su estudio de la quiebra, enfrentándose a peces más gordos pero no más listos y manejando a las estrellas díscolas y directores poco dóciles con guante de seda en una mano y de hierro en la otra. Sus conflictos laborales y familiares animan una función que se viene abajo cuando se vuelca en su trágica vida.