Al cumplirse los sesenta años de la Unión Europea (UE) estamos viviendo un momento crucial. Muchas amenazas se ciernen contra Europa. Las exteriores son fuertes, con una presión grande de Rusia y, sobre todo, de la China pos maoísta, y el imprevisible proteccionismo que puede imponer en Estados Unidos el presidente Trump. Más cerca, desde Turquía a Marruecos, la conflictividad no deja de agudizarse, con el riesgo de que el Mediterráneo pierda de nuevo su condición de pacífico Mare Nostrum.

Pero más graves son quizá las perspectivas agoreras en el interior de miembros importantes de la UE, donde crece el recelo ante Bruselas, con cierto arrepentimiento por haber cedido parcelas de soberanía estatal. El rebrotar de los nacionalismos no tiene la grandeza del romanticismo del XIX: más bien se apoya en balances y cuentas de resultados: lo que se gana y lo que se pierde con la permanencia en la Unión y en los planteamos financieros marcados por el Banco Central europeo, que deja poco margen a las viejas políticas monetarias.

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