Fuimos niños del extrarradio, barrios obreros y humildes. De juegos entre descampados, asumiendo tardía la llegada de los modernos años ochenta. Regresando del colegio por calles sombrías y mal asfaltadas, pero donde no faltaban tiendas y ultramarinos, esos mismos que pese a disponer de los más variopintos productos, sucumbieron a la llegada de los nacientes supermercados. Las grandes cadenas trajeron consigo cajas registradoras y códigos de barra, justo en las antípodas del pensamiento del tendero de boli en la oreja y cajón para el cambio. Hubo entonces buena cuenta de precintar los artículos de más valor, temerosos de la mano entusiasta de lo ajeno, al proteger primero los sibaritas como la licorería fina y los gourmet, para dar paso con la crisis y su imperiosa necesidad, a algunos tan sorprendentes como los recambios de hojas de afeitar, latas de conservas y cremas.

"Vaya ésta nuestra sociedad", recuerdo pensar con estupor. Pero hoy he de pedir disculpas a mis congéneres de la periferia, si, por mi craso error, por caer en el estereotipo del dime en que barrio vives y te diré quién eres, pues vistos los últimos acontecimientos, solo puedo reconocer que a veces, los ricos también lloran.

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