La guerra civil española no surgió de la nada; la precedió un asfixiante clima social compuesto de durísimos enfrentamientos políticos, soflamas incendiarias esparcidas en los medios de comunicación, y "acciones directas" sin escrúpulos, incluyendo ataques con bomba o pistola en mano a sedes de sindicatos y partidos e incluso magnicidios como el de Calvo Sotelo.

El proyectado asesinato de Pedro Sánchez, aunque sea el enloquecido plan de un individuo aislado, puede considerarse como la culminación simbólica de toda una tendencia: la que practica y difunde una actitud de odio acerbo al contrincante ideológico a través de todos los medios a su alcance y, de un modo particularmente virulento hoy en día, en las redes sociales. En ellas se insulta y se desprecia sin rubor alguno a las personas con las que se discrepa; se falsifican o tergiversan descaradamente los hechos para denigrar al adversario y, amparados por la invisibilidad de los rostros y a menudo por el uso de seudónimos y perfiles falsos, se excitan los ánimos de los correligionarios utilizando todo tipo de venablos verbales, caldeando así la crispación política. Un ambiente como este sirve de fermento de conductas violentas en mentes febriles y dispuestas a hacer lo que sea para materializar el deseo que tanto se prodiga en su entorno virtual: deshacerse del oponente de una forma u otra.

En un país como el nuestro, que ha conocido aquella atroz guerra seguida de una larga dictadura y una tensa transición, deberíamos haber aprendido ya para siempre que el odio solo conduce a la destrucción y a la muerte, y que el respeto, el diálogo y la argumentación racional son, sobre todo en política, indispensables para una convivencia y una paz que, se supone, deseamos para nosotros y para nuestros descendientes.