Suele decirse que la primera víctima de una guerra (aunque solo sea comercial) es la verdad. Y la pandemia del coronavirus nos proporciona constantes ocasiones de comprobarlo. En la mayoría de las tertulias que organizan los medios nunca falta el opinante que, al derivar la conversación hacia la eficacia con que las autoridades sanitarias chinas han conseguido neutralizar la extensión de la pandemia, niegue la evidencia alegando que de un régimen comunista no nos podemos creer absolutamente nada. "Los comunistas tienen por norma mentir -nos dicen con la suficiencia del que está en posesión de la verdad- y todavía está por descubrir qué cosas horribles no nos habrán ocultado para dar esa imagen de disciplina social y avance científico del que ahora presumen. Todo lo contrario -nos siguen ilustrando- que nuestros sistemas democráticos, tan limpios y transparentes, que no nos permiten mentir porque hay una sociedad libre y vigilante que lo impide". El que esto escribe no duda, desde luego, de que en regímenes inspirados en el comunismo no se haya utilizado la mentira como arma política. Y conoce por supuesto muchos acontecimientos en los que esa perversión de la realidad se haya manifestado. Pero de ahí a deducir, por contraste, que en las sociedades llamadas democráticas la verdad ilumina toda clase de conductas, va un largo trecho. Sin remontarnos demasiado atrás en el tiempo, ahí tenemos, por ejemplo, aquella burda mentira sobre la supuesta posesión por Sadam Husein de "armas de destrucción masiva" que dio pretexto para la invasión de Irak. Cuando era evidente de toda evidencia que de haberlas tenido nadie se hubiera atrevido a atacarlo. Hubo por el medio otros episodios en Occidente, sobre ataques a la libertad de expresión en los casos de los ciudadanos Assange y Snowden que fueron perseguidos por revelar datos ciertos, pero de inconveniente difusión para los gobiernos de algunos países. Y más reciente todavía, el masivo engaño a los compradores de automóviles con los motores trucados para pasar los niveles de contaminación permitidos. Un engaño de gigantescas dimensiones que afectó a marcas tan conocidas como Volkswagen, Audi, BMW, Porsche, Renault, Fiat, Lancia, Alfa Romeo, Seat, Skoda y otras. Las indemnizaciones a pagar ascendieron a miles de millones de euros. ¿Y qué decir, suma y sigue, del subterfugio inmoral que permitió a la Iglesia Católica ocultar miles de abusos sexuales y de prácticas de pederastia por parte de obispos y sacerdotes? A propósito de estas cuestiones, leo unas declaraciones del disidente Ai Weiwei en las que analiza el llamado modelo chino al que define en última instancia como capitalismo de Estado. "La libre competencia y la economía de mercado bajo la premisa de la libertad individual no existen -dice- todo está bajo el control del Partido. Occidente ha perdido su ventaja competitiva y se ha topado con un competidor poderoso e incontrolable. Lo que está sucediendo es una gran lección, pero ¿podemos aprender de ella? Emprendemos proyectos solo cuando nos dan beneficios, olvidándonos de los principios. Europa y Estados Unidos han apoyado al régimen chino, han hecho caso omiso al asesinato de un periodista en una embajada de Arabia Saudí con sede en Turquía. Cuando uno permite la impunidad, pierde el derecho a hablar sobre lo que es justo o injusto".