OBITUARIO

Mauricio Vicent, periodista en La Habana

"La Habana, aquella humedad de leyenda, es tierra de asmáticos, como José Lezama Lima. Allí se concentran la humedad y otros peligros para los que padecen esa enfermedad traidora"

Mauricio Vicent, periodista español.

Mauricio Vicent, periodista español. / ARCHIVO CASA AMÉRICA

Juan Cruz

Fatigado por el asma, que lo agarró de los pulmones en la madrugada de Madrid, murió al amanecer de este domingo Mauricio Vicent, un gran periodista español que desde hace treinta años enviaba crónicas a su periódico, El País, desde La Habana. Fue también muy activo corresponsal de la Ser y de otros medios europeos. Tenía sesenta años, era hijo del escritor Manuel Vicent.

En los últimos años las autoridades cubanas le habían retirado el permiso para informar. Él se las arreglaba para hacer de su capacidad para la crónica relatos escritos como cuentos habaneros, que entrañaban su enorme conocimiento real de la ciudad y de la isla.

Compañeros suyos de oficio, igual que las autoridades habaneras, sabían que no por casualidad era considerado el mejor corresponsal extranjero en Cuba. Su larga estancia en la isla lo convirtió en un libro abierto sobre todos los aspectos que concernían a la vida cotidiana y a la vida política del entramado de relaciones y secretos que él fue desvelando. Su trabajo mereció premios, como el del Club Internacional de Prensa en 1998 y, al año siguiente, el de finalista del Cirilo Rodríguez.

Era, como su padre, un extraordinario prosista, al que se deben varios libros. Entre ellos, Crónicas de La Habana, con viñetas de Juan Padrón, uno de los grandes artistas cubanos, del que fue muy amigo, y La Habana 500 años, un hermoso volumen habanero que él escribió y que ilustró el artista español Javier Mariscal. Este último fue presentado en ese aniversario de la ciudad por el entonces rey de España Juan Carlos I.

Es autor también de Los compañeros del Che, con fotos de Francis Giacobetti, del guión de la película Música para vivir, de Manuel Gutiérrez Aragón, y del documental Baracoa 500 años después. Con Norman Foster, el arquitecto británico, conformó el libro Havana: Autos & Architecture, editado por Yvory Press en 2016. Esta publicación tuvo también la colaboración del viñetista Juan Padrón.

Tanto en su época como informador reglado como cuando hacía su trabajo con la pericia de su literatura, contando así por dentro y también por fuera, la extraña piel de La Habana, Mauricio Vicent fue siempre fiel a la esencia del periodismo: decirle a la gente lo que le pasa a la gente.

Entusiasta de la vida cubana, y asustado también de las contradicciones políticas que protagonizaba la isla, iba y venía de Madrid o Denia, donde veraneaban sus padres, de modo que mantuvo sus relaciones de siempre en todas partes y era, como el personaje de Rudyard Kipling, un amigo de todo el mundo. La última vez que lo vi, hace unos meses, estaba en la calle, con amigos recientes, o del mismo momento, como un tertuliano más de Madrid, con una diferencia: a la vez tenía un oído en La Habana, de la que le venían noticias que no sabía nadie y que él recibía como si estuviera allí presente.

Esa perspicacia periodística también lo convirtió en uno de los grandes prosistas de La Habana. En los últimos tiempo escribió en su periódico una serie que tituló Más se perdió en La Habana. Se dejaba guiar ahí por un personaje de su invención, Lázaro, que lo guiaba por las distintas andanzas que eran seguramente suyas pero que él atribuía a ese habanero que le permitía ver por dentro la isla sin que las autoridades pensaran que estaba contando, como un corresponsal, la vida de los cubanos.

“Llevamos meses sin versos”, decía en una de esas entregas, “y nada más encontrarnos, Lázaro dispara una de sus cargas de profundidad: 'Estaba en las catacumbas, que es donde mejor se puede estar hoy en Cuba'. Le digo, hombre, la cosa no está tan mal, pero no te pases, y me responde poniendo cara de 'ahorita te cuento'. Como adelanto, suelta: Mira, gallego, cuando te fuiste en verano el dólar estaba a 100 pesos cubanos, hoy en la calle se cambia a 175 y ha llegado a estar a 200. Estamos jodidos”.

Mauricio Vicent fue siempre fiel a la esencia del periodismo: decirle a la gente lo que le pasa a la gente

El cuento, como todos los que fue compartiendo a lo largo de la serie a la que la fatalidad puso punto y final, terminaba con un café y un ron en Café Bohemia. “La Plaza Vieja, aunque vacía, se ve hermosa. Irma la Dulce nos quiña un ojo, agarra sus bártulos y se marcha a hacer trencitas”.

Leonardo Padura, el gran escritor cubano, dijo ayer en la Ser que este Mauricio Vicent que ahora nos deja marcó con su huella la ciudad de La Habana y siempre estuvo, a través de su hermana Nora, de sus padres, de los hijos que iban y venían de Cuba, presente en este país, en Madrid y en Denia. Pero era sobre todo en las calles de la capital cubana donde él era como un ciudadano más, “al que”, decía Padura, “conocían los meseros y las autoridades”. Aunque éstas le prohibieran decir qué pasaba en la isla, él se las arregló, entre realidad y ficción, para filtrar al mundo lo que era imposible de ocultar.

La Habana, aquella humedad de leyenda, es tierra de asmáticos, como José Lezama Lima. Allí se concentran la humedad y otros peligros para los que padecen esa enfermedad traidora. En Madrid alcanzó a Mauri ese estupor que convierte en imposible el aire que te falta. La ciudad seca fue el escenario de su ahogo. Lejos de La Habana y tan cerca del mundo que tanto lo quiso y al que él ha querido tanto.