Mientras el Dépor, por puro bloqueo emocional y futbolístico, se dejaba morir sin ni siquiera bombardear el área del Marino en el descuento, al otro lado de la valla un par de niños se habían dejado la garganta intentando inyectarles algo de la vida que les faltaba. Inútil, adorable. Había cobrado fuerza ya entonces una imagen previa de ambos en las redes sociales del Dépor en la que se les veía, bandera en mano, corriendo en paralelo a la llegada del bus a Miramar. En tiempos de burbujas y superligas, Segunda B y carreras por la acera. Esa pasión inocente en el peor momento, cuando todo se tambalea, fue por un instante ese pegamento emocional que necesitaba el deportivismo ante la ignominia que rodea al club en las últimas temporadas. Si la dignidad no está dentro, al menos late fuera. A un lado pasión, al otro la nada, la impotencia. Dos partidos para arreglar el desastre, el abismo ante sí como entidad.

Ser de este equipo cada día es y será más difícil para todos estos niños. La historia del club es incontestable, su presente es para poner una mano delante de la cara y no quitarla en un tiempo. Antes, cuando el equipo asaltaba templos europeos y le salía respondón a Madrid y Barça, era todo más sencillo. Cualquiera aparecía en el patio del colegio, cabeza arriba, con una camiseta, con una pulsera y con argumentos para rebatir a los que tiraban por la calle del medio. Esos momentos son historia y el bombardeo mediático le ha quitado el foco al Dépor, ni siquiera es ya el incordio de los cumpleaños con escaleta. Siempre habrá padres que les inculquen la pasión desde la cuna, pero no dejan de ser menores sin bases sólidas, sin todavía captar lo que es aquello de la identidad. La televisión les teledirige, es fácil tirar por el que gana, por el que más se ve. El Dépor debe cuidar aún más y en estos tiempos a todas estas generaciones. Pepitas de oro. Y más, con Riazor cerrado y sin hacer su magia de los flechazos para toda la vida. Con infinitos gestos y con un esfuerzo final del equipo para evitar una caída más, para no hacer aún más grande el agujero. La gente está dispuesta a empujar, al menos necesita una red, un mínimo en lo que creer. Siempre se habla de los años oscuros, de esa época entre 1973 y 1991, pues esta segunda era negra empieza peor, sin ascender a la primera tras tocar el tercer escalón. Hay que minimizar daños, hacer suelo. Ya.

A los pocos segundos de pisar el césped de Miramar al grupo de Rubén de la Barrera ya se le veía que no era el día. Era casi gestual. Esas primeras combinaciones, esa incomodidad, esos botes del balón, ese rival bien plantado y liberado. Todo hacía torcer el gesto fuera y fue calando en los jugadores que estaban en el césped. El Dépor tiró una hora por desactivación mental, por impotencia futbolística, y aun así estuvo a punto de ganar. En realidad, ya había dejado de hacerlo desde los compases iniciales. Cada partido que pasa parece un examen más buscando los límites de este equipo y, semana a semana, aparecen más nítidos. Ni hechos con escuadra y cartabón. Funciona más que bien con todos y con presión arriba y transitando. Como se encuentre un panorama modificado, como le falten piezas, como lo esperen y no lo busquen, el apagón es profundo. No le sobra calidad, cambios de ritmo en zonas diferenciales. En parte, ha estado tanto tiempo perdido que necesitaba un guion al que se aferrarse y lo ha convertido en su único credo. Cuando las situaciones le empujan a buscar otro camino, a tirar de la imaginación, del riesgo, se bloquea. Paralizado. Rubén de la Barrera ha minimizado muchas taras de este grupo, pero hay problemas inmutables, que vienen del verano. Tener esta materia prima, tras haber fichado a manos llenas y con sueldos por encima de la categoría, entra en el terreno de lo incalificable.

Suelo y limpieza

Abanca dio un golpe de timón en febrero. No le gustó lo que veía. Ni en el césped ni en los libros de cuentas. El Consejo de Fernando Vidal dejó la plaza de Pontevedra y se instalaron aires de cambio bajándole revoluciones a la entidad, apoyándose en Rubén de la Barrera y fiando todo a las decisiones firmes que llegarían en el momento en el que el equipo certificase la categoría en la que iba a jugar a partir de septiembre.

Ya sea en Primera o en Segunda Federación, nada evitará que se adjunte la palabra fracaso a este proyecto. La presencia en uno u otro escalón es un abismo, aunque en realidad solo gradará el tamaño del estrépito, heredado por el grupo que capitanea Antonio Couceiro. El Dépor no deja de ser una Sociedad Anónima con un dueño mayoritario y soberano, pero la intención de la entidad es que los designios del club vayan por caminos que generen apego con su masa social. Y, en ese sentido, estos meses de tregua, de tensa espera no pueden acabar significando que nada ha cambiado, que no hay responsables. El deportivismo quiere ver a su equipo de vuelta a la élite, también construir, ese verbo que se ha negado a conjugar el club en los últimos años. Solo así será soportable este paso por las catacumbas. Solo así será masticable con la certeza de ir por un camino realista e identitario, dando pequeños y sólidos pasos, no deambulando. Nunca más. Pero antes hacen falta cambios, una nueva política deportiva. “Que cada uno asuma responsabilidades y el consejo tomará decisiones cuando toque”, dijo Couceiro en la junta. Que así sea. Porque quien no corta de raíz acaba siendo parte del problema.