El jueves será un día crucial para España. El día 6 el consejo del Banco Central Europeo (BCE) decidirá si retoma -y, en ese caso, con qué intensidad- el programa de compra de bonos soberanos que España e Italia reclaman desde hace meses para poner coto a la escalada de sus primas de riesgo. Si la respuesta fuese insuficiente para aplacar al mercado, España podría verse abocada a no seguir demorando la petición de rescate. El Gobierno español dijo en las últimas semanas que resolverá al respecto solo tras conocer la decisión del BCE.

El diferencial español cerró anteayer en los 552 puntos básicos, por encima de los 546 con los que había comenzado el mes de agosto y solo 97 por debajo del máximo histórico, que se alcanzó el 25 de julio. Ni la fortísima subida del IVA, que ayer entró en vigor; ni la aprobación la víspera del banco malo y de la tercera reforma financiera en seis meses, han conseguido doblegar una penalización a España que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, admitió que no será soportable por mucho tiempo.

El jueves, Rajoy y el presidente francés, François Hollande, sostuvieron que el elevado coste de financiación que soportan unos países del euro cuando otros se financian a un coste ínfimo evidencia que "algo falla en la unión monetaria".

Los males vienen de muy atrás. Desde mediados de los 90 se acumularon en la eurozona grandes desequilibrios internos, de modo que hoy conviven bajo una misma moneda países como Alemania, el segundo país más exportador del mundo -y que este año podría convertirse en líder mundial en superávit por cuenta corriente-, con otros, como España, que en los años de la euforia y el optimismo incurrió en déficits exteriores crónicos como consecuencia de una fortísima demanda de bienes de importación y de financiación exterior a causa de la arrolladora demanda interna, la vorágine de la burbuja inmobiliaria y el acusado endeudamiento de empresas y familias. Hoy España tiene unos débitos netos con el exterior de más de 900.000 millones (más del 90% del PIB), en su mayor parte deuda privada.

Cuando un país lleva décadas importando bienes y capitales en proporción superior a sus exportaciones, esta pérdida de competitividad y el empobrecimiento relativo acumulado acaban poniéndose de manifiesto, tarde o temprano, en los mercados, bien mediante la depreciación de su moneda -que es la forma de expresar, a través del tipo de cambio, las realidades divergentes entre distintas economías- o con subidas de tipos de interés.

Que la debilidad crónica de una economía que incurrió en sucesivos déficits exteriores se manifieste por una u otra vía es lógico en la medida en que la depreciación monetaria es la opción más rápida para restablecer la competitividad exterior y en tanto que la subida de tipos es la alternativa habitual tanto para atraer capitales que permitan seguir refinanciando el endeudamiento externo como para imponer políticas monetarias contractivas que frenen la demanda interna -y, por tanto, también las importaciones y el déficit comercial- y reduzcan el diferencial de inflación, lo que a su vez también contribuye a recuperar el equilibrio exterior, toda vez que la menor tasa inflacionaria supone abaratar la producción propia y encarecer la compra de la ajena.

El problema es que España carece de moneda y política monetaria propias y no tiene a su alcance por consiguiente ninguno de estos mecanismos posibles de ajuste.

En estos casos, cuando países con economías disímiles y cuyos fundamentos económicos son tan dispares conviven bajo una misma moneda, y más cuando entre ellos median los fortísimos desequilibrios que existen entre economías tradicionalmente tan exportadoras como la alemana y tan importadoras como la española, esa realidad compleja y contradictoria no puede diferenciarse en las valoraciones del mercado ni en los tipos de interés ni en los tipos de cambio porque ambos son comunes para todos. Pero la diferenciación existe.

Mientras la economía crecía y todo parecía ir bien -que fue cuando se profundizaron las asimetrías que ahora la crisis ha hecho aflorar de forma traumática-, los mercados, embargados ellos mismos por el optimismo generalizado, no sintieron la necesidad de discriminar entre unos y otros países del euro por más que sus niveles de solvencia fuesen muy distintos. Pero cuando sobrevino la desconfianza, y más cuando el área monetaria carece de una suficiente integración institucional -adolece de tesoro común, políticas económica y fiscal únicas y de un sistema bancario integrado y con un solo supervisor-, se agudizó la imperiosa necesidad de diferenciar realidades divergentes. Y esto es lo que pasó a expresarse con los diferenciales de las primas de riesgo, a falta de otros mecanismos que permitieran distinguir lo distinto.

El elevado tipo interés que se exige a los bonos soberanos de países como España guarda relación con la apreciación del riesgo de impago del país, pero también está descontando la eventualidad de una ruptura del euro y anticipando en tal supuesto los diferenciales en los tipos de cambio entre las distintas monedas nacionales si éstas se restableciesen -en cuyo caso países como España sufrirían una fuerte devaluación- y también entre los tipos de interés que regirían en cada economía nacional con ese desenlace.

De hecho, el mercado de deuda pública es uno de los más relevantes canales de transmisión de la política monetaria dictada por el banco central, en la medida en que la rentabilidad que el mercado exige a los bonos soberanos a diez años acaba transmitiéndose al conjunto de la economía y marca la tendencia de los tipos de interés a largo plazo.

De ahí que, para hacer efectivo el tipo de interés que la autoridad monetaria entiende apropiado para preservar la marcha de la economía y a la vez controlar las expectativas de inflación, el banco central sí tiene mandato -y es una de sus prácticas más habituales- para intervenir en el mercado secundario de deuda pública. Son las llamadas "operaciones en mercado abierto".

El debate decisivo y crucial que se dirime este jueves es si el BCE se va a mantener fiel a este designio, tal y como le exige el Bundesbank (banco central alemán). Esto supondría que el BCE limitará sus operaciones de compra de bonos soberanos en el mercado secundario a la finalidad estricta de preservar la correcta transmisión de su política monetaria. La compra de bonos obedecería así al intento de aliviar las distorsiones que está causando en el área monetaria que los títulos españoles a diez años tengan que ofrecer una remuneración del 6,86% (cierre de anteayer) cuando a los títulos alemanes análogos apenas se les exige el 1,33% y cuando la tasa oficial de interés establecida por el BCE está en el 0,75%.

Pero lo que demanda España es algo distinto. Reclama una compra "sin límite" de deuda pública española por parte del BCE, tal y como dijo el ministro de Economía, Luis de Guindos, el 18 de agosto. Alemania y sus aliados se resisten: creen que ese proceder pervertiría las funciones del banco central -que no pueden ser fiscales, sino monetarias-, sería un "dopaje" a la economía, incentivaría la indisciplina y comportaría riesgos para la estabilidad. Pero para España es casi el último recurso para evitar el rescate.