La dura realidad es incompatible con las ilusiones que se cultivan de manera ficticia. El pueblo griego ha visto como el no del referéndum, pese al empeño propagandístico de sus valedores, no ha servido para reforzar al gobierno de Tsipras en la negociación con la Eurozona sino todo lo contrario para debilitarlo aún más.

Las reformas que se exigían a Grecia antes del desafío en las urnas resultaban asumibles para la exhausta economía helena comparadas con las que ahora se imponen. Teniendo en cuenta, además, que Europa no se fía y para ello ha incluido como prenda de garantía del acuerdo un eficaz pero humillante fondo de privatizaciones de 50.000 millones de euros.

Merkel, en una escenificación de carácter ejemplarizante, donde ha habido polis buenos y malos, reiteró estos días que el mayor daño causado por la actitud griega no era para la moneda única y sí para la confianza de los socios, ahora llamados acreedores. Una conclusión que no se entiende del todo bien que llegue tan tarde, dado que desde la entrada en la Eurozona la falsificación de los datos y los incumplimientos de los compromisos han sido sucesivos por parte de Grecia.

Ahora, el severo paquete de ajustes que el Parlamento de Atenas deberá aprobar en las próximas 48 horas para acceder al nuevo rescate ofrecerá la oportunidad de demostrar, según muchos analistas, cómo Grecia, gracias a la irresponsabilidad de sus gobernantes y de los propios griegos, se ha ido convirtiendo en las últimas décadas en un estado fallido. Cada vez está más claro que Europa no podrá pasarse la vida rescatándola, ni ella tratando de nadar para alcanzar una orilla que cada vez se aleja más de sus posibilidades.

El resultado del referéndum del corte de mangas al eurogrupo, tan celebrado por los populismos de extrema derecha y de extrema izquierda -en España, por Podemos- no ha hecho más que agravar las cosas. Tsipras va a tener la tentación de seguir recurriendo a las dotes de mago que le atribuyen para explicarle a su pueblo lo que ha pasado de manera distinta y no perder también su confianza.

Sin embargo es hora, como explicaba en su editorial el diario ateniense Kathimerini, de que el gobierno deje de ocultar la verdad y de intentar manipular a la opinión pública como lo ha venido haciendo desde que ganó las elecciones el pasado enero. Una parte importante de ella se negó en los últimos meses a afrontar la realidad, convencida de que el referéndum supuestamente fortalecería la posición negociadora del gobierno, y de que la amenaza del Grexit era tan artificial como alarmista. En último caso, la experiencia demuestra, como ha sucedido, que el fracaso se perdona mejor que la mentira. Estar en la Eurozona exige disciplina fiscal, y militar en la UE supone una cesión de soberanía por parte de los estados miembros. Hay que tenerlo claro. Carece de sentido, por tanto, fiarse de los nacionalismos para desafiar ese tipo de orden teóricamente aceptado.

Sin embargo, y pese a que no sea lo que conviene, el populismo se alimenta de la mentira y de la manipulación. Sin ellas sus posibilidades no existen. El populismo nacionalista no es solo la peor opción en política, es también la más arriesgada y miserable de todas. Juega con las bazas a favor de la desesperación, explora la credulidad mesiánica y los más bajos instintos de los pueblos golpeados por las crisis y la desesperanza. Para influir en sus ánimos las cosas tienen que ir rematadamente mal. Algunos ejemplos trágicos de la historia así lo constatan, el mayor de ellos: la Alemania nazi.

Poner a la gente como escudos del imposible y de la banalidad no significa otra cosa para el político que eludir la responsabilidad de las soluciones viables. Eso es lo que hizo Alexis Tsipras desafiando a sus socios, comportándose con ellos de forma desleal, y llevando a su pueblo a un atolladero que solo como catarsis se entendería. Eso sí, para él ha sido un baño de masas y de demagogia barata, además de una prueba de fortaleza que no se ha correspondido, como es evidente, con el resultado final de la negociación y el acuerdo.

"Tranquilo Alexis, pronto seremos más", exclamó la semana pasada en el parlamento europeo Pablo Iglesias en plena euforia del no. Evitarlo es un ejercicio de racionalidad, prudencia y, si me apuran, hasta de supervivencia.