Umbral, del que ya pocos se acuerdan, urdió el término "derechona" para referirse a la vieja derecha de las marquesas, las dilatadas fincas y los rastrillos de caridad. Del aumentativo hemos pasado ahora al diminutivo de "derechita", con la apostilla de "cobarde" que popularizó el líder de Vox, Santiago Abascal. Aparentemente, la técnica de denigración le ha funcionado. El PP, que alguna marquesa altiva llevaba en sus listas, acaba de dejarse la mitad de sus escaños en estas elecciones. La nueva derecha extrema, o derechaza, ha ganado en cambio veintitantos, que no le alcanzan para irrumpir como el caballo de Pavía en el Congreso.

Las razones de este derechazo en toda la mandíbula de Pablo Casado pueden ser de vario tipo. Quizá al nuevo líder del PP le faltasen un par de hervores y, por mera falta de experiencia, cayó en la tentación de los fervorines patrios, descuidando a los votantes del centro. Las elecciones se ganan, precisamente, en ese territorio impreciso y frágil donde la socialdemocracia y el conservadurismo se tocan hasta confundirse. Casado prefirió mimetizarse con Vox para evitar una sangría de votos por su banda de estribor, con resultados previsiblemente catastróficos. No ha conseguido frenar la hemorragia de electores por la derecha y, a cambio, transfundió al PSOE y a Ciudadanos los que podría haber captado por la parte del centro, la moderación y la sensatez.

Al PP le queda el módico consuelo de seguir ejerciendo la primogenitura de las derechas; pero aun así va a resentirse de este derechazo, del que poca culpa tiene Monsieur D'Hondt. Al menos en la reducción de tamaño electoral, la derechona de Umbral ha devenido más bien en la derechita de Abascal. A Casado se le ve un poco grogui.