Las series de televisión son como los cocodrilos: su única forma de vivir es avanzando, ya que en el momento en el que quedan parados mueren -un momento, ¿son los cocodrilos o los tiburones? ¿o son las bicicletas?, ah, no, ya lo tengo: son las relaciones de pareja-. Éste es el principal reto al que se enfrenta la ficción en televisión y según sepan resolverlo sus guionistas las series podrán durar dos temporadas, cinco o diez años enganchando al espectador -me refiero a que podrán durar dos, cinco o diez temporadas auténticas, por más que la serie pueda continuar agonizando otros dos, cinco o diez años más-. Frasier duró ocho temporadas reales, por más que oficialmente la serie constara de once temporadas. Prison break sólo tuvo una tanda de 22 episodios, aunque se anden vendiendo por ahí cajas de DVD con cuatro temporadas. House dejó de ser House al término de su cuarto año, por más que se sigan emitiendo en la actualidad nuevos capítulos de House que algunos no reconocemos como House.

Pero tanto Frasier como Prison break o House entendieron que los personajes tenían que ir evolucionando y las tramas debían complicarse en su tensión. Doctor Mateo, no. El estreno de su tercera temporada nos ofreció otro capítulo encantador con su médico cascarrabias, su tía, el entrañable chigrero argentino y el corrillo de treintañeras lineales. Una serie parada. Parada a la orilla del mar, pero parada. Parada en un precioso pueblo de la costa, pero parada. Parada al sol, sentadita en un prado por el que no dejan de pasar amigos que reconocemos, pero parada. En televisión lo que te hace estar vivo es lo que te lleva irremediablemente hacia la muerte. En la vida, también. Y en la vida la única forma de no crecer es estar ya muerto. En la televisión, también. Frasier, Prison Break y House se arriesgaron a morir, que es la única forma de estar vivo. Mateo -seguramente debido a su carácter neurótico- pretende seguir vivo negándose a avanzar hacia la muerte. Y es la muerte la que entonces avanza rapidísimamente hacia él.