Se habrá ido de curas", bromeó Foxá. Una comisión española presidida por el ministro de Asuntos Exteriores se disponía a salir del hotel para la Casa Rosada, donde sería recibida por el presidente Perón; el ministro preguntó por Joaquín Ruiz-Giménez y recibió la ingeniosa respuesta que abre estas líneas. La anécdota corrió por los mentideros políticos de Madrid, donde seguramente se consideró lógica la frase de Agustín de Foxá, dada la merecida fama de Ruiz-Giménez como influyente hombre de iglesia. Manuel Jiménez Quílez, inteligente y asiduo servidor de la Editorial Católica, se consideraba muy inferior a don Joaquín: yo, decía, en mi humilde condición doy los consejos que se me ocurren al obispo que comete el error de pedírmelos: Ruiz-Giménez, hombre de gran talento, es muy capaz de opinar sobre las cuestiones que obispos, cardenales y más de un Papa creyeron oportuno someter a su criterio. Desde distintos puestos Quílez había colaborado con el valioso político; por ejemplo, dirigió la misión cultural de las Hurdes, siendo ministro de Educación Ruiz-Giménez; un día, revisando papeles y curioseando álbumes, dio con una fotografía que nos mostró a Félix Morales y a mí, como una sorpresa: en Nuñomoral, el ministro subido a un camión saluda brazo en alto, mientras unos muchachos de uniforme cantan el Cara al sol. El episodio referido no es tan sorprendente como suponía Quílez: antes, en un discurso, don Joaquín había lamentado no poder presumir de "camisa vieja" y, años más tarde, acompañará rezando, los restos de José Antonio Primo de Rivera en su traslado de El Escorial al Valle de los Caídos a la basílica. Nadie tiene derecho ni una mínima razón para escatimarle la bien ganada credibilidad como hombre que siempre mantuvo alzada la bandera de la sinceridad. No resulta contradictorio considerarlo absolutamente sincero y leal como servidor del régimen y más tarde, como opositor convencido. Se ha dicho que Franco tenía un alto concepto de la valía intelectual y moral de Ruiz-Giménez, como prueban los cargos que le confió; incluso se ha creído ver en su relación respeto, admiración y cariñosa deferencia. Los que lo conocieron de cerca afirman que era imposible no dejarse ganar por su generosa simpatía, talento y hombría de bien. Era de esperar que en los artículos necrológicos se comentara el viraje político de Joaquín Ruiz-Giménez. Pero es malo que la malevolencia manipule la información y desvirtúe el comentario. No siempre es un héroe ni un traidor ni un aprovechado aventurero el que cambia de acera. Tal vez, en no pocas ocasiones, parezca más justo, noble y verdadero considerar el cambio como un caso de conciencia; lo que no debe ser interpretado como garantía de acierto en el campo. En todo caso, se nos antoja lícito preguntarnos si Ruiz-Giménez se retiró de la política -en realidad fue retirado- con sospecha de que no le había acompañado el éxito que, como es de suponer, esperó de su empresa que curiosamente dio por cerrada a poco del fallecimiento de Franco. De ninguna manera puede uno imaginarse que previó la situación que hoy padece la Iglesia por designio y obra de algunos de aquellos compañeros de viaje que ni siquiera han sido capaces de mostrar gratitud duradera. A nadie se le ocurrirá afirmar que sea el único que, defraudado de sus alianzas, pueda llamarse a engaño. Joaquín Ruiz-Giménez contaba noventa y seis años cuando ha sido llamado a recibir el gran premio. Se argumentará que con él no va aquel dicho clásico de la queja, "ars longa, vita brevis". Mas siempre la vida será corta para la tarea del hombre emprendedor. Cierto es que si dividimos los trabajos de Ruiz-Giménez por sus días de vida, comprobamos que no sólo fue ejemplo de sinceridad, entereza y honesta conducta, sino también campeón de laboriosidad inteligente y responsable.