Aunque haya sido con motivo de una mala noticia, el boxeo ha vuelto a ocupar un lugar destacado en los periódicos y los especialistas en obituarios sacaron a relucir con tal motivo lo mejor de sus galas para cubrir con emoción y sintaxis el cadáver de uno de los grandes del ring. Gracias a tipos como Joe Frazier fue posible en un tiempo en cierto modo muy lejano que las mejores plumas del periodismo justificasen con su calidad la dureza de un deporte que acabaría proscrito en una sociedad en la que el dolor está casi peor visto que la indecencia. En los años en los que Joe Frazier fue rutilante estrella del boxeo nadie veía con malos ojos aquella cultura del golpe, ni entendía que pudiese constituir siquiera un motivo de inquietud moral que un hombre pudiese ayudar a convertir su propia destrucción en un próspero negocio, además de contribuir, con la estoica crudeza de su esfuerzo, a que, al margen de furia y dolor, le sangre se volviese también literatura y diese lugar a uno de los subgéneros periodísticos más prestigiosos. Entonces nadie se andaba con miramientos morales frente a la furia deportiva, y solo a la fulana rubia sentada con el mafioso italoamericano en la primera fila del ring side le preocupaba que la sangre de un jab echase a perder su obscena elegancia carnal con cualquier salpicadura. Frazier fue uno de los indiscutibles apóstoles del boxeo de hace cuarenta años, con tres históricos combates frente a Cassius Clay, el más grande de siempre, la portentosa figura de Louisville en cuyos guantes se incubaban a partes iguales el fino garabato de la esgrima, las excitantes curvas de las mujeres y los polluelos verdes del dinero. Además de representar concepciones diferentes de la lucha, en la envidiable y sagrada caligrafía de las mejores plumas del mundo sus golpes fueron también distintas maneras de escribir. Frazier ha muerto relativamente joven, con 67 años de edad, en medio de la indiferencia de muchos de quienes jamás conocieron aquel orbe de humo y mujeres en el que la fulana rubia se codeaba en las veladas de Las Vegas con lo más granado de la literatura; un mundo legendario, ya casi remoto, en el que en el rostro de los púgiles la mitad de la sangre era carmín y en los periódicos escribían sus historias los tipos que, como Norman Mailer, tenían de la vida la idea de que se trata de una trepidante sucesión de acontecimientos que solo vale la pena recordar si, como en el caso del boxeo, nos produjeron una mezcla de libertad, lirismo y repulsión. Dicen sus detractores que la del boxeo es una práctica cruel e inhumana, impropia de una sociedad que se pretende civilizada. No seré yo quien les niegue su parte de razón y admito que, en efecto, el boxeo resulta ser una disciplina violenta en la que un hombre se juega algo más que su palmarés o su orgullo. Pero me pregunto quién es nadie para decidir lo que un hombre ha de hacer con su vida e interferir con cualquier pretexto en su decisión personal de administrar el dolor y los riesgos, ejerciendo su tutela sobre algo que solo pertenece al ámbito sagrado del derecho de un hombre a decidir su destino. ¿Podemos dirigir a los hombres a la guerra y arriesgar sus vidas en nombre del Estado y cubrirnos al mismo tiempo de hipocresía para impedirle que se suba a defender en un ring su derecho a salvar la vida gracias a su legítima decisión de ponerla en peligro? Es algo que no se entiende muy bien. Yo al menos no lo entiendo y esa es la razón por la que no me importa proclamar mi admiración por el mundo del boxeo y mi respeto por quienes lo practican, entre otras razones, porque el del ring ha sido siempre un mundo delirante y temible, pero sin duda hermoso, en el que dos hombres se pegan entre doce cuerdas, haciendo relinchar los pies en la resina, y en medio del orgullo y la furia consiguen demostrarnos que los golpes que podían matar a otro hombre eran a menudo los mismos que, con el calor del combate y el sudor del esfuerzo, servían en el Madison neoyorquino para cocer de madrugada con sangre el pan con el que bendecir por la mañana el desayuno de los niños. Pertenezco a una generación de muchachos que se despertaban de madrugada para ver por televisión los combates de Cassius Clay y de Joe Frazier, de Jimmy Ellis, Ocar Ringo Bonavena, Karl Mildemberger, George Chuvalo, Ceveland Williams, Ernie Terrell... y todos aquellos tipos atléticos, rudos y algo bocazas que se subían a un ring en Las Vegas o en Atlantic City, se zurraban durante quince asaltos y de regreso en el rincón, ensangrentados y exhaustos, escupían en el embudo del mánager y se retiraban luego al hotel a moler el cuerpo en una cama de tres mil dólares con cualquiera de aquellas preciosidades rubias en cuyas cabecitas hervidas por el tinte y yermas de talento acababa de gotear, como una perla de flujo, el incomensurable óvulo de la lujuria. No digo que aquello no fuese en cierto modo terrible, pero, ¡que demonios!, al menos a quienes cayeron por el camino les estuvo permitida la gloria de que en el informe de la autopsia nadie pudiese negar haber visto el rastro indeleble de la letra de Norman Mailer, uno de aquellos escritores vitalistas e intensos por cuyas frases yo siempre he visto correr, como cicatrices, la genuina sintaxis de la vida, la sedienta jauría de la literatura.

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