Últimamente, en el transcurso de varias conversaciones diferentes, surgió el debate de cuál es el papel que deben tener las organizaciones sociales en la construcción de nuevos paradigmas de convivencia y atención social. Dicho de otro modo, ¿ha de hacerlo todo el Estado? O, alternativamente, ¿existe espacio para el trabajo en red desde diferentes iniciativas -cada una con su aporte y punto de vista- que enriquezcan el espacio común? No crean que este sea un tema en el cual las posiciones son muy cerradas. Por el contrario, hay todo tipo de sensibilidades, desde postulados bien dispares. Desde la visión de quien piensa que todo lo ha de proveer el Estado, y que flaco favor hace a este quien le suplanta -textualmente dicho-, hasta quien plantea lo contrario, y otorga a la sociedad un papel singular y hasta de liderazgo, incluso a partir de la asunción explícita de que esto será siempre más eficiente. Ideas no faltan, y en ese caleidoscopio de diversidad creo que hay mucho que puede ayudar a avanzar y a mejorar en el aterrizaje de las acciones concretas que acompañen ese trabajo.

Con todo, perdónenme que mi respuesta a un tema complejo sea también complicada. Y es que no creo que este sea un tema de posiciones extremas, en el que uno pueda plantear que las respuestas a los temas importantes de índole social tengan que venir de aquí o de allí, exclusivamente. Para mí estas exigen el concurso de todas las partes.

Y es que el Estado, por una parte, ha de asumir el liderazgo de aquellos temas de los que ostenta competencias y responsabilidades. Pero, ya que los destinatarios de tales políticas públicas son todos los ciudadanos y ciudadanas, es fundamental contar con ellos. ¿Y cómo? Pues a través de foros, instituciones y entidades con cierta representatividad, que puedan ejercer una acción sumatoria y complementaria de lo público, tanto en el campo del diseño como de la puesta en marcha de lo programado.

Pero, ¿qué organizaciones sirven? ¿Todas, por definición? ¿O hay que hilar más fino? Bueno, yo aquí les planteo una visión que vengo compartiendo hace tiempo. Y es que tres son, para mí, las características que no pueden faltar a la hora de organizar una cierta taxonomía de lo asociativo, para definir qué entidades están en mejores condiciones de aportar al bien colectivo. Por una parte, estas han de tener la capacidad de aglutinar voluntades, la representatividad, la base social, el tener ciudadanía detrás. Por otra, a partir de esta, la independencia económica. La capacidad de trabajar y proponer más allá del calor de una subvención de una Administración concreta, de palanquear fondos de diferentes ámbitos y con estrategias concretas y exitosas. Y, lo último, la capacidad de formular alternativas, de introducir elementos de praxis diferencial o de pensamiento, de innovar socialmente o de asumir espacios en su entorno inéditos. Con todo, estas organizaciones no serán un mero brazo de lo público, ni estarán abocadas a un fracaso inminente una vez que cese la subvención que las forjó. Además, más allá de ser ingenierías o consultoras, tendrán una cierta capacidad de análisis y debate, de avance en la estrategia que, conjuntado con los de los demás actores, podrá contribuir a construir un futuro.

Estas son organizaciones exitosas y resistentes en tiempos malos, reflejo de la sociedad civil que las sustenta, y constituyen el excelente compañero de viaje para los instrumentos públicos, en un esquema de partenariado y de corresponsabilidad activa de las políticas.

Organizaciones profesionales y tecnificadas, pero también conceptuales e imbricadas profundamente en una teoría de por qué hacer esto o lo otro y a qué precio. Entidades que hunden sus raíces en la lógica y la filosofía del voluntariado. Instituciones que son capaces de medir su impacto, por difícil que sea en el campo de lo social. Y organizaciones en la vanguardia de los tiempos. Tiempos malos también para el sector, por cierto, pero que se superarán. Sin duda. A pesar de que sean momentos de cambio y reordenación difíciles.