El Estado constitucional fue en sus orígenes una necesidad y una exigencia de los sectores más sanos y pujantes de la sociedad. Necesidad de liberar sus energías intelectuales, económicas, políticas y religiosas. Exigencia de legitimar el poder en el consentimiento de los ciudadanos, de someterlo al imperio de la ley y de imponerle el reconocimiento de los derechos de libertad, igualdad, propiedad y de resistencia a la opresión. El liberalismo, el radicalismo democrático, el iusnaturalismo protestante dieron solidez filosófica a los objetivos de aquellas gentes. Pero además de con discursos contó el constitucionalismo con la rebeldía de miles de ciudadanos del común indignados por la corrupción y los abusos del poder que desembocó en violencia abierta. En la Inglaterra anterior a la revolución de 1688, en la Francia absolutista anterior a 1789 y en las colonias norteamericanas antes de la independencia de 1776 y la constitución de 1787 se registraron clamores de críticas contra los abusos de los reyes y sus autoridades. Clamores alentados por un puritanismo vigoroso e intransigente con la corrupción y partidario de la virtud y la honestidad también en el ámbito de lo público. Un puritanismo que pervive en las democracias de tradición anglosajona y en las del norte europeo protestante. No es casual que, en sus comienzos, Lutero también se rebelase ante la corruptela vaticana de la venta de indulgencias.

La Iglesia española, intolerante con las desviaciones de la fe, sólo aportó obstrucción al débil e ingenuo constitucionalismo liberal gaditano y, en cuanto pudo, destrucción. La falta de aliento católico a la rebeldía contra la corrupción del poder explica en parte nuestra tradicional sorpresa o displicencia ante el rigor de los anglosajones con la indecencia de los gobernantes. Las cosas han cambiado, pese a todo, pero aún nos falta. Ahí tenemos a quienes dirigieron con poderes omnímodos las cajas de ahorro que hundieron, adjudicándose remuneraciones indecentes con el mismo atrevimiento con el que avalaron operaciones temerarias, cuando no delictivas, a cuenta del dinero de otros. Reciben un merecido reproche social, pero no basta. Hoy día la violencia popular no tiene cabida porque existen medios institucionales para impedir y castigar los abusos, pero es necesario que funcionen. Es obligada la comisión de investigación sobre Bankia en las Cortes como lo es desde hace tiempo otra en el Parlamento gallego sobre las cajas de aquí. Feijóo antes y ahora Rajoy hacen oídos sordos. El PP contemporiza en exceso con la corrupción, como el PSOE, claro. No la combaten en serio y menos mal que Manos Limpias, ¡tiene narices!, y la CIG han dado un paso al frente y con suerte y el coraje de la Fiscalía veremos a unos cuantos en el banquillo que merecen. El último de los que hacen mangas y capirotes con el dinero de todos, Dívar el de gustos, gastos y gestos de prima donna, presume de conciencia absolutamente tranquila y se va sin dar más explicaciones. ¡Pero, de dónde ha salido este sujeto! La democracia no peligra en España, pero cotiza a la baja.