Si en junio de 1993, tres días después de las elecciones, Conde había organizado en torno al acto de investidura del doctorado honoris causa de la Universidad Complutense de Madrid un gran show con el rey Juan Carlos como maestro de ceremonias, en la primera decena de junio del 94 preparaba el lanzamiento de su libro como si se tratase de una bomba" (Ernesto Ekaizer).

"Toda esta sociedad que se escalofría de orfandad cuando FG amaga una puerta, es lo que cabalmente podríamos llamar socialfelipismo, en paralelo con el socialfranquismo que, a su pesar o no, ha heredado. Un inmenso colectivo de trescientas personas que va de la rabadilla sagrada de Nati Abascal desde al palo mayor del yate de Sarasola, de la nómina del funcionario a los balances de oro de Mariano Rubio" (Francisco Umbral).

La transición económica, que empezó en el 86, tras el desencanto de la primera Legislatura de González, fue todo un espectáculo en el que la izquierda de siglas gobernante rendía culto al Rey Midas, dándose el caso de que hubo notables banqueros que se dejaron ver y hasta se exhibieron en el circo de la vida pública. La expresión "cultura del pelotazo" empezó a formar parte de la jerigonza mediática y política. Y, por su parte, Nicolás Redondo denunció el "abrazo aristocrático", incomprensible para el legendario líder sindical, que se produjo entre el felipismo y el mundo del dinero.

A Mario Conde lo veneraron. Lo pusieron como ejemplo para la juventud. El felipismo, que ya se había dejado la pana en el ropero y la filiación republicana en el desván, dio un viraje que dejó atónitos a todos los que esperaban que la izquierda se condujese de otro modo. Era la España del enriquecimiento fácil, la España en la que la meritocracia no se basaba en el talento, ni en el esfuerzo, sino en el dinero, rápido y fácil. La España en la que un portavoz parlamentario del PSOE, el señor Mohedano, fue apartado del partido por conducir un descapotable, propiedad de un entonces muy conocido empresario.

Conde subió como la espuma en aquella España felipista hasta que un día de los inocentes de 1993 el Banco de España intervino Banesto. Se había cerrado la transición económica y ya estaba en marcha lo que denominé en un libro El trienio del Griterío (1993-96), hasta que el felipismo, que se vio obligado a adelantar las elecciones, salió derrotado en las urnas.

Y ahora Mario Conde intenta por segunda vez salir al ruedo político. Lo más llamativo del caso es que estamos hablando de un personaje que tiene, a mi juicio, mayor y mejor capacidad discursiva que la mayoría de los políticos actuales. Lo que sucede es que, a poco que se conozca su trayectoria, la credibilidad que puede concitar este ciudadano no es mucha, lo que no quita que, llegado el caso, pueda obtener un número de votos suficiente para tener voz en el circo mediático y político.

Bien mirado, si un personaje como Jesús Gil consiguió en su momento un respaldo electoral nada desdeñable en los municipios andaluces en los que su "formación política" se presentó, nada tendría de extraño que el exbanquero no fuera maltratado en las urnas. Hay una parte del voto de castigo dispuesta a apostar por opciones así y, de otro lado, muchas de las críticas que el ex banquero hace sobre la política actual no son en modo alguno infundadas, lo que no debe hacer que perdamos de vista que la trayectoria que vino siguiendo el señor Conde no lleva a pensar ni de lejos que se trata de un benefactor público con afanes regeneracionistas.

No obstante, Mario Conde puede llegar a representar, en el caso nada improbable de que su intentona cuaje, el grado de deterioro que viene sufriendo la vida pública española que puede dar pie a que una parte no desdeñable de la ciudadanía se decante por su opción como castigo a lo que viene haciendo una mal llamada clase política que, como tantas veces se viene diciendo, no solo es mediocre, sino también mezquina, plagada por profesionales del sillón que no están dispuestos a ceder en sus privilegios por mucho que la crisis esté golpeando a la sociedad.

Mal andamos, ciertamente, si se brindan como solución personajes como don Mario Conde, que, a su vez, desde que cayó en desgracia, siempre compareció como una víctima del sistema, como un mártir de políticos y banqueros que vieron en él a una especie de advenedizo peligroso. Cabe en lo posible que haya habido casos no menos graves que el suyo que no tuvieron las mismas consecuencias para el interesado. Pero no resulta nada creíble considerar que fue a parar a la cárcel exclusivamente como efecto de un complot contra él.

Volver, no como en el tango, frente marchita incluida, sino como plasmación del momento de mediocridad que se vive, en el que la prédica de los salvadores puede cosechar buenos resultados, en el que los que se proclaman agraviados emprenden un camino de retorno a los altares donde a los elegidos se les rinde culto.

Tiempo de falsos profetas para quienes el futuro puede que no vaya más allá de un imposible ajuste de cuentas.