La dimisión, aparentemente inesperada, de Esperanza Aguirre alborotó el cotarro madrileño. En los medios más a la derecha (casi todos) se saluda su marcha como una pérdida irreparable para el sector ultraliberal del PP, ese que dispara contra el Estado desde la cómoda trinchera de una excedencia como funcionario del Estado. El sector ultraliberal del PP se nutre preferentemente de Abogados del Estado, Técnicos de la Administración del Estado, Catedráticos de las Universidades del Estado, Letrados del Consejo de Estado, e Inspectores de la Hacienda del Estado, que dicen estar hartos del Estado y de las intolerables intromisiones del Estado en la vida de los ciudadanos. Es un comportamiento muy curioso. Cuando están en la política activa, los ultraliberales funcionarios del PP hacen todo lo que pueden para podar al Estado de la maleza social que le sobra. Y cuando terminan esa benemérita labor vuelven a sus plazas y a sus nóminas garantizadas por el Estado, desde donde continúan dando doctrina. Y no solo hacen esto los ultraliberales funcionarios del PP, si no también los ultraliberales empresarios próximos al PP, que se benefician de sus buenas relaciones con el aparato político para conseguir sustanciosas contratas en el sector público. Una acabada obra de demolición del Estado desde dentro al modo en que trabajan las termitas. Doña Esperanza Aguirre no era una excepción a esa regla. Aristócrata por cuna y funcionaria del Estado por oposición, lleva prácticamente treinta años en situación de excedencia especial por su dedicación a la política. Primero como ministra en un gobierno de Aznar y después, y sucesivamente, como presidenta del Senado, teniente-alcalde del Ayuntamiento de Madrid y presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid. Pero esa condición no le impidió confrontarse ni insultar a los compañeros funcionarios que continuaban en activo, especialmente médicos y maestros. Su injusto hostigamiento contra el doctor Montes y el resto del personal sanitario implicado en las sedaciones del Hospital de Leganés, no pude borrarse de su biografía. Y sus hirientes declaraciones sobre los docentes madrileños, ni sobre los arquitectos o los sindicalistas, tampoco. De la misma forma que, no puede olvidarse que su acceso a la presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid, vino precedida por la compra de voluntades de dos diputados socialistas, en una operación que se conoce como Tamayazo. Con todo y eso, o precisamente por eso, su gestión política tenía encandilada a una mayoría del electorado madrileño de derechas, y a buena parte de los simpatizantes del PP en el resto de España. Justamente a esos que se pirran por las mujeres fuertes y aguerridas, tipo Agustina de Aragón. En ese sentido, la señora Aguirre, una rubia aristocrática, faldicorta, y de verbo contundente, era un prototipo admirable. La derecha española siempre tuvo la aspiración de ser gobernada por una rubia de carácter fuerte que los disciplinase. Una especie de Margaret Tachter para entendernos. Manuel Fraga lo intentó proponiendo a Isabel Tocino como sucesora suya, pero un comité presidido por Federico Trillo le impuso a Aznar, un moreno de bigote y cara de pocos amigos. Desde entonces, andamos buscando a una rubia que nos mande pero no la encontramos. Una rubia con un par, como oí decir de la señora Aguirre a unos excitados tertulianos machistas.