A raíz del caso Bárcenas, se han sucedido las reacciones de los que instan a buscar soluciones para erradicar un mal que, como dijo Maquiavelo hace 500 años, es inevitable. Así, ha habido dos tipos de remedios: los oportunistas y los académicos.

En el primer caso, protagonizado por tertulianos, con fórmulas semejantes a las que diríamos en un bar y que son recogidas por políticos oportunistas, que se presentan como regeneracionistas (Esperanza Aguirre) o refundadores (Rosa Díez), aunque lleven 30 años ocupando poltronas del sistema que, supuestamente, denuncian. Se descalifican por sí mismos? aunque tengan eco entre la clase media, cada vez más dispuesta a oír proclamas populistas.

No menos inofensivos son aquellos (normalmente, politólogos) que proponen copiar modelos de países que han frenado la corrupción (nórdicos, por ejemplo). No cabe duda de que algunas medidas pueden considerarse (políticas de transparencia documental, menos burocracia? y, como no, leyes que inspiren temor). Es decir, un Estado fuerte frente a la corrupción cuando, como demostraba recientemente el estadístico Juan Manuel López-Zafra, hay una correlación elevada entre el grado de libertad económica de un país y su nivel de corrupción (más bajo cuanto menor es el intervencionismo estatal? al revés que en España).

Y lo último a considerar: nuestros representantes no son más que un reflejo de los electores. Porque, esos que gritan cárcel inmediata para los corruptos: ¿cuántas veces no han cogido bolígrafos de la empresa? ¿O cuántas veces no han pedido al operario de turno que le haga la factura sin IVA? Conviene recordar lo que le contestó Josep Pla a un Jordi Pujol que aún no era presidente y estaba obnubilado por el modelo socialdemócrata sueco: "Ya", le respondió el escritor, "el problema es que en Cataluña no hay suecos".