Donde dijo Diego, dice Torres más altas han caído. El socio de Iñaki Urdangarín y de Cristina de Borbón no ha dejado ni una almena palaciega en pie. El profesor de Esade hundió ayer el puñal en el corazón de la monarquía, por una mezcla de sed de venganza y de ansiedad de evitar la cárcel. No hay un atisbo de voluntad de justicia en sus declaraciones. Esta carencia no lesiona la credibilidad de un participante y observador privilegiado de los usos de La Zarzuela. Entre otras cosas, porque la sola pericia de Torres no le hubiera permitido recaudar millones de las instituciones gobernadas por Camps, Matas y Ruiz-Gallardón.

De acuerdo con el escalofriante guión que avala la instrucción en curso, Diego Torres se abrazó al Rey con un cinturón cargado de explosivos. A resultas de la detonación, la tan cacareada ignorancia regia ha saltado por los aires. Concluida la declaración o desnudamiento, Cristina de Borbón pasa a ser Infanta por lo penal, y así sucesivamente. Su transición de los aledaños del trono al banquillo pende únicamente de la reflexión de un juez de Instrucción, a quien nadie podrá reprochar el sentido de su decisión ameritada. La hija predilecta del monarca siempre puede alegar que se corrompió por amor. Conforme se descifran los vínculos mercantiles del matrimonio Urdangarín, tal vez la duquesa de Palma evita el divorcio implorado desde La Zarzuela por motivos más crematísticos que sentimentales. De momento, la ministra Ana Mato ha corrido mejor suerte al descartar con desvergüenza su matrimonio con "otra persona".

Diego Torres se autoproclamó tesorero de La Zarzuela, el cargo más codiciado y codicioso de la España contemporánea. Asusta el nivel de erosión de un país que atiende a Torres y a Luis Bárcenas con más interés que a los respectivos jefes de Estado y de Gobierno. A falta de saber por qué las instituciones se encomendaron a personajes de transparente turbiedad, Rajoy tiembla ante la hipótesis de que el anotador de sus percepciones también acabe desmenuzando la suculenta contabilidad b del PP ante un juez.

Así en La Zarzuela como en La Moncloa, sería preciso contagiarse del envilecimiento de ambos escándalos para salir en defensa de Torres o Bárcenas. Sin embargo, resulta asimismo injusto atribuirles la condición de chantajistas, en un duelo en que los antiguos socios se limitan a desplegar sus cartas, ahora electrónicas. A mayor energía invertida por la jefatura de Estado y del Gobierno para desacreditar a sus tesoreros, también se dispara la inevitable petición de explicaciones ante la preeminencia y la intimidad brindadas a ambos. Bárcenas acumulaba decenas de millones en la puerta contigua a Rajoy, Torres presumió ayer de reuniones en la inviolable residencia del Rey.

Hay un antes de la declaración de Diego Torres, salvo que era mentira. Centrándose por tanto en el después, el análisis político de la monarquía de Juan Carlos de Borbón queda irremisiblemente ligado a la figura de Urdangarín. Los errores de apreciación cometidos en la década pasada con el Instituto Nóos, empeoran con el pésimo abordaje de la crisis. Al no haber sido nunca atacada, La Zarzuela no había desarrollado anticuerpos contra la infección que padece. El Rey y sus adláteres parecen hoy niños sobreprotegidos y con sobrepeso. Para no hablar directamente de sobresueldos. La oportunista difusión de una enfermedad del Rey, en vísperas de la deposición de Torres, muestra las herramientas pueriles que la Casa del Rey contrapone a un escándalo letal. El monarca necesita urgentemente una operación que lo reconcilie con la ciudadanía. De cirugía ética, a ser posible.

Dado que no está obligado judicialmente a sincerarse, puede que Torres no haya dicho la verdad. Quizás la verdad es todavía peor, con su correlato de emails sonrojantes. El daño colateral repercute en las aspiraciones sucesorias de Felipe de Borbón. La figura del Príncipe sigue intacta, pero su cordón umbilical con el trono se ha tensado.

Con notable astucia, Torres ha elevado el escándalo hasta su punto de ebullición. Pretendía evitar que su torpe alumno Urdangarín solucione el desaguisado el sábado próximo. El demoledor retrato de La Zarzuela como un centro de negocios golpea con mayor fuerza, porque los involucrados se manejaban con la confianza de que sus trapicheos nunca verían la luz. También queda en entredicho la labor de perros guardianes que la tradición atribuye a la prensa. Más bien caniches que nunca desaprovecharon la oportunidad de mostrarse zalameros con cualquier vicisitud de la Familia Real.

Tanto en la versión aportada por Torres como en las novelas que inspirará el escándalo, se acrecienta la figura de José Manuel Romero, conde de Fontao y auténtica eminencia gris a la sombra del Rey. Un exjesuita -seis años en el seminario, aunque no llegó a ordenarse- y excomunista -figura del legendario felipe antifranquista, amigo del padre Llanos- ha orientado los pasos económicos del jefe de Estado, que no mueve un papel sin el apoyo de una figura que se aproxima al valido con más fidelidad que los sucesivos jefes de la Casa del Rey.

Sostiene Torres que Fontao no apartó a Urdangarín del camino del mal, sólo propuso tortuosos vericuetos para mantener el flujo económico. El aristócrata tendrá que declarar en calidad de alumno sobresaliente de Zubiri, el mayor filósofo español después de Ortega. El antiguo sindicalista del Banco Hispanoamericano puede curarse del vértigo bajo la inspiración de su amigo Jesús Aguirre, duque de Alba sobrevenido pero más cauto que el desastroso esposo de la Infanta. El salto del PC a un papel por determinar en los escándalos de corrupción económica aporta otro síntoma al estrepitoso final de la transición.

En la contradicción del discurso de Diego Torres, el expresidente valenciano Camps se ha apresurado a desmentir la reunión de 2004 en La Zarzuela, para urdir el saqueo de las arcas de la Generalitat a través de foros estériles. El político del PP, otro favorito de Rajoy, recibirá de nuevo la confianza de quienes creen que no recibió trajes de una trama mafiosa. Sin embargo, su vigor en la negativa recuerda el énfasis de Matas en la refutación de un partido de pádel en el palacio de Marivent, con idéntico objetivo recaudatorio. Por desgracia, la cita deportiva fue confirmada por los otros tres participantes en ella.

Finalmente, Torres confirmó que había razones sobradas para investigar, dejando en ridículo al Consejo General del Poder Judicial que quiso frenar a un juez empeñado en el inusual cumplimiento del deber.