Una pregunta conduce a otra. ¿Hubiera conseguido Iñaki Urdangarín un solo contrato de administraciones autonómicas y empresarios incautos, si no fuera el esposo de Cristina de Borbón? Queda aclarada pues la conexión de la hija predilecta del Rey con la trama del Instituto Nóos, por si no fuera suficiente su pertenencia al consejo de dirección. ¿Estaría imputada Cristina de Borbón, de no mediar su vinculación con la familia real? Cuatro de los cinco miembros de la cúpula de la filantrópica institución se hallan implicados penalmente en el escándalo, por lo que la respuesta negativa requiere una sobredosis de credulidad o de manipulación.

Cristina es inseparable de Iñaki, así en lo mercantil como en lo matrimonial, pese a los esfuerzos de La Zarzuela por propiciar una ruptura indolora que desvinculara al palacio del desaprensivo balonmanista. La insistencia en que el yerno del Rey no hubiera logrado un solo contrato sin su parentesco, y en que la Infanta estaría imputada si no se guareciera bajo el paraguas de la familia real, desea neutralizar el intento de disfrazar -o "disimular", en el código mentiroso instaurado por Cospedal- la exención de la princesa de esotéricos argumentos jurídicos. Por supuesto, estas ecuaciones diferenciales quedarían al margen de las limitadas luces de los profanos.

La Constitución recoge la infalibilidad papal del Rey, que siempre es inocente ante la justicia. Esta inviolabilidad irradia a su familia, por lo que la imputación de la Infanta es una cuestión política. El socorrido "cortafuegos" es un sinónimo forestal de la razón de Estado. De nuevo, Cristina de Borbón no declarará ante el juez por su rango regio, con independencia de su actuación en los deleznables hechos que se investigan. A propósito, su rango en la sucesión al trono le obligaba a ser especialmente previsora y vigilante, por lo que le alcanza de pleno la responsabilidad social por el Instituto Nóos.

La justicia se ha ganado el respeto en este caso por su valentía y transparencia. Quien desee la igualdad de las Infantas ante la ley, solo tiene que promover una reforma constitucional. La doctrina de la restricción judicial se halla perfectamente asentada, hasta el punto de que fue adoptada por el Tribunal Supremo estadounidense para avalar la reforma sanitaria de Obama. Con abrupta sinceridad, los jueces indicaron que su misión no era torcer la voluntad expresada en el voto. Por tanto, esgrimir abstrusos códigos, endebles razonamientos y falta de evidencias para absolver a la hija del Rey supone engañar a una ciudadanía adulta. Alinearse con quienes pretenden que un corajudo juez de Instrucción les resuelva su fe republicana es tan perverso como salvaguardar a una Infanta de actuación como mínimo deplorable, a cambio de recibir una felicitación de La Zarzuela.

Resulta curioso que se quiera amortajar el escándalo Urdangarín mediante los mismos mecanismos que lo desencadenaron. A la prensa española le costará liberarse del oprobio acumulado el sábado en que declaró el yerno del Rey, cuando tituló sin ningún criterio que "Urdangarín exculpa a su esposa y a La Zarzuela", como si ese verbo tuviera alguna validez en sus labios. Dicho de otra forma, si posee palabra de ley, hay que concederle la inocencia absoluta de que presume, y no sólo en la particularidad de la implicación de su esposa. A continuación, habrá que exigir que se archive la instrucción, porque así lo decide el "exculpador" con fondos públicos.

Gracias a la investigación judicial, la ciudadanía entiende a la perfección en que consiste el caso Urdangarín. Sin necesidad de maniobras exculpatorias, Diego Torres logró una credibilidad con reservas que hoy no se deposita en La Zarzuela. El énfasis excesivo en purificar a Cristina de Borbón -a un paso de atribuirle el machista "sus labores"- desplazará simplemente el escándalo hacia la prensa extranjera, cuyos corresponsales pondrán en solfa a un país donde una ciudadana se esconde bajo el manto de armiño de su padre para no ser cuestionada judicialmente. Más torpe resulta el alivio de los edecanes de La Zarzuela, encantados de comprobar cómo el sentido común presente en el arsenal jurídico se estrella contra las murallas del palacio. No reparan en que la protección de la Infanta, por encima del secretario imputado y de los beneficios económicos que le reportó el saqueo de su marido, daña irreversiblemente a su hermano. Felipe de Borbón se ve obligado a cargar con culpas ajenas, y la ejemplaridad vuelve a ser un codiciado perfume que se guarda en recipientes herméticamente sellados.