Esta endemoniada crisis que nos zarandea sin piedad se está llevando por delante muchas cosas. Entre ellas, la aureola que rodeaba a algunos de los empresarios y gestores más destacados de este país. Han caído, con estrépito social, unos cuantos mitos a los que casi llegamos a venerar cual santones encaramados en los altares del éxito y el reconocimiento público. Gente que estaba muy por encima del bien y del mal y que resultaron ser ídolos de barro, de quienes ahora se avergüenzan las instituciones que les dieron lustre en forma de títulos honoríficos y medallas, y a los que dan la espalda sin pudor alguno quienes no hace mucho eran sus palmeros.

El último caso, y uno de los más sonados, es el de Manuel Fernández de Sousa-Faro. El aún presidente de Pescanova, perejil de no pocas salsas sociales y culturales, está a punto de ser arrojado a los infiernos, tras descubrirse aspectos muy oscuros y comportamientos nada edificantes -tal vez incluso delictivos- en su gestión de los últimos años al frente de la multinacional pesquera viguesa. No es descartable que llegue a sentarse en un banquillo, una vez que se depuren responsabilidades por la dramática situación a la que se ve abocada una de las empresas bandera de Galicia, hoy al borde mismo de la quiebra.

Heredero de una dinastía emprendedora, que hizo mucho por el desarrollo económico de Galicia a lo largo del siglo pasado (que se lo pregunten al profesor Xoán Carmona Badía), Manolo Fernández controla la gestión de Pescanova desde 1978, en su condición de accionista mayoritario, a la que acaba de renunciar en una sospechosa maniobra de venta de participaciones que llevó a cabo justo antes de declarar el preconcurso de acreedores. Se trata de un personaje discreto, nada ostentoso, amigo de sus amigos que, poniendo por delante el interés de la compañía, ha sido capaz de entenderse con poderes políticos, económicos e incluso mediáticos de toda clase y condición. Solo en una ocasión, que se recuerde, chocó con una administración, la Xunta bipartita de PSOE y Bloque. Touriño le impidió ubicar una piscifactoría en A Costa da Morte, que por despecho acabó instalando en Mira, en el norte de Portugal y, que por cierto, ha sido uno de sus más serios tropiezos.

Fernández de Sousa-Faro mantuvo de siempre estrechas relaciones personales y corporativas con José Luis Méndez y Julio Fernández Gayoso, los superpoderosos ejecutivos a quienes se responsabiliza del desastre financiero que dejó a Galicia sin sus cajas de ahorros. Todo apunta a que el gran patrón de Pescanova no tardará en verse en una situación de repudio social y en pasar por un infierno similar al que padecen sus dos grandes amigos banqueros. El descenso a los infiernos será en su caso más duro si cabe, porque en la caída arrastra uno de los emblemas más sensibles de la Galicia innovadora y creativa, destacado símbolo del galleguismo empresarial, inspirado en figuras tan referenciales como la de Valentín Paz-Andrade. Un baldón imperdonable en alguien que se arropó alguna vez en banderas patrióticas.

Que Galicia pierda Pescanova será algo que se reprochará para siempre a los hijos de los fundadores, si bien todavía cabe confiar en que el desastre no sea completo y al menos se salve la empresa, con su capacidad de generar riqueza y sus miles de empleos. Casi lo de menos sería que, como Fenosa, cayera en manos catalanas, porque de Cataluña vinieron las sagas familiares que industrializaron la pesca tradicional e impulsaron definitivamente hacia la modernidad y el desarrollo la fachada de la comunidad gallega que mira al mar.