La discrepancia del ministro Wert con los rectores a cuenta de las becas evidencia un desacuerdo profundo sobre el modelo de universidad. Los rectores rechazan para los becarios exigencias académicas mayores que las que afectan a quienes, por pudientes, no precisan beca. El ministro, en cambio, es partidario de pedir a los becarios un rendimiento académico diferente y más exigente que el que había. Es un hecho que el becario no puede ceder en el esfuerzo si quiere conservar la beca. Y es un hecho que quien no la precisa puede, sin ser excluido de la universidad, permitirse no pocos, digamos, despistes en los estudios. Es una discriminación que quieren basar en la diferencia de ambas situaciones: los despistes del pudiente los paga su familia y los del becario los pagamos todos. El argumento, que no vale ante derechos prestacionales universalizados, la sanidad o educación, a los que se accede gratuitamente con la única condición de ser paciente o menor, pudiente o no, sería aplicable a la universidad que presta un servicio condicionado a una exigencia académica. Ocurre, sin embargo, que la discriminación se produce, de hecho, al imponer condiciones desiguales, exigencias académicas distintas, al becario y al pudiente. Y desaparece igualando las exigencias y las consecuencias de incumplirlas.

Hay que recuperar la filosofía de que la universidad es una institución para la formación de élites y que ese rasgo esencial, preservado en titulaciones de máxima exigencia académica, se ha desvirtuado en otras cuando debería distinguir a todas. Si esa exigencia máxima se mantuviese en toda la universidad para pudientes y becarios, la distracción reiterada supondría la exclusión de unos y otros en igualdad de condiciones. Y la superación de las mismas exigencias académicas a todos sin distinción daría acceso al título. Ni el pudiente ni el becario deberían escapar a esa regla. Ocurre, sin embargo, que alentando durante décadas una concepción prestacional y universalizada de la institución, selectividad poco selectiva, reducción de los niveles de exigencia, facilidad extrema para perpetuar la condición de estudiante, multiplicación de centros y titulaciones, se ha creado una suerte de derecho al título universitario que no puede ser negado. Al pudiente porque económicamente puede, aunque sea académicamente incompetente y al de menor economía haciéndole titular de una suerte de derecho a beca, aunque sea en igual medida académicamente incompetente.

Una universidad exigente no albergaría multitudes ni fabricaría parados, no se hubiera multiplicado en centros y titulaciones como lo ha hecho. Es significativo que los estudios más exigentes no se cursan en todas las universidades de España. Repasen el listado de Facultades de Medicina o de las Ingenierías. Son, por lógica, centros con número limitado de estudiantes a los que garantizan un alto nivel de formación. El que merecen quienes ya demostraron sus capacidades al acceder a ellos. Otros, de acceso libre hasta ayer, han mudado por el único efecto positivo de Bolonia. La severa reducción de admitidos por estricta selección académica ha mejorado el nivel medio. Donde esa selección no se da, ni las becas ni el poderío económico hacen milagros. Ese de la rigurosa e igualitaria selección académica con apoyo económico a quienes superándola lo precisen es el camino correcto. Y el más duro, claro.