Desde que se aceleró el soberanismo en Cataluña, después de la manifestación del 11 de septiembre, gran parte de la opinión pública de Madrid (junto a los poderes económicos y políticos de la capital) ha creído que, para frenar la dinámica emprendida por CiU, todo pasaba por eliminar al líder converso del separatismo, Artur Mas. Durante la noche electoral del 25 de noviembre bastantes creyeron haber dado un golpe definitivo a Mas, tras perder 12 escaños. Pero se fijaron en el árbol y no en el bosque.

Siete meses después y por primera vez en 75 años, dos encuestas dan ganadora de las elecciones autonómicas a Esquerra Republicana, el partido originariamente independentista hasta la "conversión" de Mas. La reacción del Madrid oficial (y de los que en Cataluña apuestan por dialogar con el Gobierno) es de estupor, al ver que Mas conduce a su coalición a un harakiri. Entonces, ¿por qué Mas no da marcha atrás, se preguntan?

La idea más difundida por su entorno es que no quiere pasar como un "traidor" a un soberanismo que, en origen, no es suyo, pero ha asumido con todas sus consecuencias. Entre otras cosas porque, durante los últimos tres años (tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut), se han producido cambios de fondo en la sociedad catalana: más allá de sentimientos de pertenencia, las encuestas reflejan una consolidación del independentismo en niveles del 55% (cuando no llegaba al 20%, cuatro años antes).

Ciertamente, la precariedad de Mas al frente de la Generalitat es alta y no es descartable que los que buscan su caída lo consigan. El problema está en que el heredero de su fuerza no reside entre los que persiguen una consulta acordada (PSC) o una financiación singular para Cataluña (PP)? sino en los que proclamarían la independencia de inmediato, si estuviera en su mano hacerlo.