En uno de los episodios del videojuego Call of Duty se reconstruye el asalto a una posición alemana, durante el desembarco en Normandía, por parte de la 101 división aerotransportada del ejército americano. El padre de un amigo mío americano fue oficial en esa división y participó en ese asalto. Cuando volvió de la guerra, nunca quiso hablar de lo que había vivido en Normandía y se instaló en un mutismo hosco y malhumorado. Empezó a beber. Por las noches gritaba en sueños. Su hijo lo oía en su cama y se pasó muchas noches temblando en su dormitorio. Andando el tiempo, él también empezó a beber.

Mi hijo tiene ese videojuego y yo mismo he jugado algunas veces con él. A mí me pareció muy aburrido, pero mi hijo -y otros niños de su edad- pueden pasarse horas y horas disparando contra los soldados enemigos, en su papel de soldados de la 101 división aerotransportada que se lanzan al asalto de un pueblo normando ocupado por los alemanes. Un día le conté a mi hijo la historia real del oficial americano que había participado en el asalto. Me hizo algunas preguntas, quiso saber su nombre y su graduación, y luego continuó jugando tan tranquilo, matando alemanes uno detrás de otro, a una velocidad mínima de un muerto por segundo, o quizá de dos muertos por segundo. En los videojuegos todo sucede muy deprisa. Tal vez demasiado deprisa.

No sé cuántos soldados alemanes mató el oficial real que nunca quiso hablar de lo que había vivido en aquella batalla. Quizá no mató a ninguno y le bastó con los soldados de sus propias tropas que vio morir. Quizá le bastó con los gritos de dolor y con la visión de los cadáveres. O quizá mató a muchos soldados alemanes, no sé si a la misma velocidad en que se matan soldados en un videojuego, porque por fortuna no sé a qué velocidad se puede matar a alguien en una batalla. Lo que sé es que aquel hombre que estuvo en la guerra de verdad volvió a su casa, y se encerró en un silencio impenetrable, y a veces se despertaba por la noche y gritaba en sueños, y entonces su hijo lo oía desde la cama y se ponía a temblar de miedo. A medida que pasaban los años, los dos acabaron bebiendo más de la cuenta. El hijo consiguió dejarlo a tiempo. El padre, por lo que sé, no tuvo tanta suerte.

¿Son malos los videojuegos violentos? En principio no. Miles de niños juegan con ellos y no desarrollan ninguna conducta anómala ni empiezan a comportarse de una forma inquietante. Pero sí hay algo muy negativo asociado con los videojuegos, y eso es algo en lo que casi nadie repara: muchos niños que juegan a los videojuegos suelen vivir encerrados en sus casas, sin hacer deporte ni relacionarse con casi nadie, hasta que poco a poco empiezan a desconocer cómo es el mundo real en que los heridos de bala sangran y aúllan de dolor y gimen y se retuercen, en vez de explotar con una llamarada roja mientras la pantalla emite un rugido electrónico. Y ese, el aislamiento, sí que es el problema real. Adam Lanza, el chico que mató a una veintena de niños y a cinco profesores en Newtown, vivía encerrado en una casa sin ver a nadie, jugando horas y horas a los videojuegos. Y en estas condiciones, sin amigos, sin salidas al exterior, sin estímulos de ninguna clase, la sensibilidad se embota y la empatía desaparece (si es que existía), y uno empieza a creer que la vida es una especie de marasmo del que sólo se puede salir actuando de forma violenta. Además, las fronteras entre lo que es real y lo que no lo es desaparecen por completo, y uno ya no sabe muy bien ni quién es ni qué está haciendo. Matar es apretar un botón mientras suena esa musiquilla tranquilizadora que nos confirma que estamos vivos, bing, bing, bing. Solo eso.

He leído que el parricida de Alaró jugaba mucho al Call of Duty. Pero si repasamos su vida, lo más inquietante no era eso, que al fin y al cabo es una trivialidad como cualquier otra, sino el aislamiento emocional en el que vivía y la vulnerabilidad anímica de alguien que apenas tenía amigos, aparte de una codicia desmedida -el deseo de quedarse con una herencia- que parece tan pueril como el deseo de ganar una yincana y que quizá se debía a todas las circunstancias anteriores. Y repito, no es malo jugar a los videojuegos. Lo malo es no tener ni idea de que uno vuelve de la guerra sin ganas de hablar con nadie. Y por la noche, en la cama, grita de miedo.