H asta hace relativamente poco tiempo, España primaba a los armadores para que crearan su propia flota, en una especie de reconocimiento del derecho de libre acceso a cuanto caladero se ponía a tiro.

Sin embargo, aquellas facilidades otorgadas muchas veces por la vía de la amistad o el interés expresado por distintos próceres de la Patria, se ven ahora constreñidas por las normas comunitarias y las cada vez más numerosas organizaciones regionales de pesca. Aquel derecho de libre acceso se restringe y no quedan aguas libres en las que ejercer una acción de pesca dirigida a tal o cual especie no sujeta a reglas, contigentaciones o por la aplicación de la exclusividad territorial. Tal derecho de acceso libre es un sueño que se acaba y que quien intenta hacerlo valer no logra otra cosa que caer en la pesca ilegal, entendiendo esta no solo por el tamaño de la presa, su volumen o estacionalidad, sino el disponer o no el barco que la práctica de licencia.

¿Tiene relación esta cuestión con las cada vez más restrictivas acciones de ayuda a los países integrados en, por ejemplo, la UE, para los que se libran cantidades que van a menos para la construcción de nuevos buques? Uno no sabe si la medida guarda o no relación con lo señalado; pero tampoco parece descabellado pensar en una reducción sistemática de las cuantías de apoyo a la construcción si se tiene en cuenta que la tendencia es también a la baja como respuesta de las poblaciones de peces. Y si estas no se incrementan, obviamente, sobran barcos.

Solución: pescar menos. Evitas la sobrepesca y logras que los millones de euros de fondos como el Marítimo y de la Pesca se reduzcan para que la propia Unión Europea destine partes de esta partida a otros menesteres que nada tienen que ver con la pesca.

El derecho a pescar, por tanto, existe, pero limitado, muy limitado y siempre bajo unas normas que casi nunca tienen en cuenta las necesidades de las casas armadoras y los trabajadores que estas emplean.