En los años de la Transición hubo varias catástrofes comparables al accidente de tren de Santiago. Hubo una explosión de gas en un colegio público vasco, en Ortuella, en la que murieron unos cincuenta niños. Hubo la explosión de un camión cisterna frente a un camping en Sant Carles de la Ràpita, en la que murieron unas doscientas personas, en su mayoría ocupantes del camping que estaban disfrutando de un tranquilo día de vacaciones. Y hubo varios accidentes aéreos muy seguidos en el tiempo (lo que hizo que se desatase una gran inquietud sobre nuestra seguridad aérea), con cientos de víctimas mortales, entre ellas el gran Jorge Ibargüengoitia, pasajero de un avión colombiano que se estrelló cerca de Barajas. Y no hay que olvidar a las víctimas de la colza adulterada que se vendía como aceite apto para el consumo. O a los más de quinientos muertos del accidente de avión de los Rodeos, en Tenerife, cuando el choque de dos aviones en la pista de despegue se convirtió en una de las catástrofes más graves en la historia de la aviación comercial.

No sé si hubo negligencias graves en todos estos casos, aunque es muy posible que las hubiera, pero no recuerdo que ninguno de estos accidentes fuera usado como excusa para desacreditar a la Administración o para criticar a los adversarios políticos, difundiendo rumores malintencionados sobre su actuación o sobre su responsabilidad en el accidente. Quizá es que en aquella época -hace cuarenta años- éramos más estoicos o más fatalistas, no lo sé. O quizá estábamos más pendientes de otras cosas. O quizá no vivíamos obsesionados por el mito de la seguridad absoluta. O quizá no teníamos cadenas privadas de televisión que vivieran del sensacionalismo. Pero el caso es que casi nadie se aprovechaba de una catástrofe para sacarle rendimiento político. Y eso que una catástrofe como la explosión de gas en el colegio de Ortuella (con cincuenta niños muertos) podría haber servido para derribar a un gobierno. Pero insisto en que a nadie se le ocurría entonces sacarle partido -y nunca mejor dicho- a una tragedia colectiva.

Pero todo esto ya es cosa del pasado. Desde el caso del Prestige, hace once años, o incluso antes, se instaló entre nosotros la costumbre de aprovechar cualquier accidente o cualquier catástrofe para deslegitimar al adversario político. Recuerdo que la oposición gallega parecía culpar a José María Aznar de haber hundido el Prestige con sus propias manos, del mismo modo que dos años más tarde, tras los atentados del 11-M, el mismo Aznar -por entonces embarcado con Bush y Blair en la guerra de Irak- parecía el culpable directo de haber colocado las bombas en los trenes de Madrid, a juzgar por las críticas de la oposición y de ciertos medios adversos. Y sí, ya sabemos que Aznar era -y sigue siendo- un personaje muy antipático que además se comportó con una torpeza increíble en aquellos días, pero es increíble que mucha gente pudiera olvidarse en un pispás de la existencia de los yihadistas que llevaban años reclamando Al-Andalus y Ceuta y Melilla (entre otras muchas cosas), y que ya habían atentado en las Torres Gemelas y en otros muchos sitios. Pero todo eso daba igual. Con tal de desgastar al enemigo político, y con tal de ponerlo contra las cuerdas, daba igual si se trataba de un petrolero que se había hundido en el Atlántico o de unos atentados islamistas en Madrid. Cualquier excusa era buena, y cualquier medio, por perverso que fuese, era adecuado.

Y la tradición sigue con el accidente ferroviario de Santiago. Durante toda la semana hemos oído reacciones que pretendían manipular los hechos para extraerle un rédito político: que si fue culpa del mal trazado, aprobado por el Ministerio de Fomento (en la época del PSOE), o que si fue por culpa de la mala gestión durante la ejecución de las obras (durante la legislatura del PP), o que si patatín o que si patatán, ya han vuelto a circular las insidias más rastreras y las referencias malévolas que pretendían comprometer a los adversarios políticos. Todo está ya muy visto y no convence a nadie, pero seguimos enfangando y ensuciando todo lo que podamos aprovechar, por muchos muertos que haya de por medio, en una política suicida que no nos llevará a nada bueno.