Hace unos años, un grupo de científicos intentó demostrar que el funcionamiento de nuestro cerebro favorece la existencia de todo tipo de rituales. Al titular la noticia, un periodista norteamericano definió la mente humana como una mente litúrgica y quizás no le faltara razón. Los ritos crean estructuras de sentido y actúan como puentes que nos franquean el acceso a la sociedad, presentándonos ante el mundo apoyados precisamente por los representantes de esa sociedad que otorga su bendición. Los ritos religan -también en la acepción religiosa del término-, dando sustento a instituciones como la familia y canalizando sentimientos como el duelo, el amor, el miedo o la agresividad. A lo largo de la historia, ninguna cultura ha pervivido sin su puñado de rituales, algunos salvajes y primitivos, otros de tipo civilizatorio. Por supuesto, los ceremoniales cambian, se transforman y a veces olvidamos su significado. Pierden, por así decirlo, la sustancia y dejan de apelarnos. En ese caso, pronto desaparecen o la sociedad decide darles un sentido diferente, tratando de recuperar las raíces no adulteradas de su origen. Pero la cultura es una consecuencia del mestizaje más que de la pureza. Y solo el delirio -o el fanatismo- puede hacernos creer que la verdad histórica es un punto fijo, carente de movimiento y de evolución. Aquí también rigen las leyes de la naturaleza, aunque la civilización -y la cultura- atempere los rigores extremos, el carácter salvaje de la violencia en su estado primario.

Escribo estas líneas en Elche, sentado bajo un palmeral, en el jardín del hotel. Los niños y unos cuantos turistas chapotean en la piscina. Hace calor. A lo lejos, como una torpe pincelada grisácea, se divisa una capa remota que tal vez sea humo, seguramente del atroz incendio que asola Andratx y la Serra de Mallorca. Hemos venido aquí a celebrar la boda de Pascual y de Weyma, los dos últimos amigos de la universidad que faltaban por casarse. Unos meses antes, en Madrid, se habían casado los penúltimos, Pablo y Silvia. Recuerdo que entonces pensé que uno de los fundamentos del rito es el reencuentro entre amigos como un testimonio de la lealtad. Con alguno de los invitados hacía quince años que no nos veíamos. Con otros, los más íntimos, nos encontramos de boda en boda; a veces también en algún bautizo o funeral. Cada curso, cuando se acerca el verano, intentamos coincidir un fin de semana en algún hotel rural del norte de la Península. Son ritos de nuevo cuño, particulares estructuras de sentido en el mundo líquido de Zygmunt Bauman.

Pensé en todo esto hace unos meses, cuando se casaron Pablo y Silvia, y volví a hacerlo el sábado, durante la ceremonia de Pascual y de Weyma. Quizá sencillamente nos estemos haciendo mayores sin darnos cuenta. En la cena, se habló del pasado (los recuerdos comunes) y del futuro (los niños). Compartimos fotos, anécdotas y promesas. Me alegró comprobar que no han cambiado a lo largo de estas dos décadas, que la nobleza del carácter se ha preservado en ellos y que el tiempo no nos envilece de forma necesaria.

Cuando terminamos los estudios, Pascual y yo marchamos a pie hacia Santiago. Recorrimos los casi 800 kilómetros del Camino Francés en algo menos de treinta días. Él salía de una etapa difícil en su vida y a mí me esperaba otra, aunque yo entonces no lo sabía. Recuerdo que al atardecer se dedicaba a anotar con esmero los hechos del Camino, como teselas de un mosaico que aspira a ser ordenado: sus conversaciones con un escritor de San Francisco, el encuentro con un francés de Bayona, fotógrafo taurino, el exdrogadicto valenciano que peregrinaba de cementerio en cementerio, la noche que tuvimos que pasar durmiendo en un gallinero de Peñalba de Santiago, el cansancio y el polvo. Y la vida adulta que entonces se abría incierta ante nosotros. Ayer les deseamos lo mejor a Pascual, a Weyma y a su pequeña hija Carmen. Ignoro cuándo nos volveremos a ver, pero sé que, sin el viejo don de la amistad, la vida se agosta y se aja irremediablemente.