No esperen encontrar en este texto del día de San Ramón -ni en sitio alguno- una hoja de ruta, clara y definitiva, sobre cómo resolver el desaguisado sirio. Pero no disponer de ella no debe ser óbice para ameritar el quedarse cruzados de brazos. Algo habrá que hacer y basta, para verlo así, conocer la dimensión una tragedia humanitaria por partida doble. Por una parte, la derivada del éxodo de miles y miles de personas civiles que huyen del terror y los ataques. Y, por otra, las duras condiciones de vida y los sufrimientos de aquellos que permanecen en el escenario de una tragedia de primera magnitud.

El otro día les hablaba del "Derecho a Proteger", una figura del derecho internacional humanitario que permite a un tercer país actuar "de oficio" cuando un Estado no vela por los derechos e intereses más fundamentales de sus ciudadanos. Creo que hace mucho que esta situación se vive en Siria, y la comunidad internacional -esa compleja, burocratizada, mediatizada, interesada y renqueante comunidad internacional- no puede seguir mirando para otro lado.

El problema es el cómo, les decía, y ahí empieza lo verdaderamente complejo. Lo cierto es que muchas de las misiones internacionales previas, en escenarios verdaderamente candentes, no han satisfecho los objetivos iniciales para los que, al menos teóricamente, fueron diseñados. Una respuesta militar no es un instrumento quirúrgico, que extirpa el problema y este se termina. Muchas veces los territorios en que se practica con intensidad la crudeza de la guerra se vuelven especialmente complejos y multifacéticos, y un caldo de cultivo excelente para nuevos peligros y problemas. Piensen ustedes en el antes y el después de Afganistán o Iraq, sin ir más lejos en el tiempo. Da para reflexionar?

Como consecuencia de ello, creo que si un determinado dirigente se pone a diezmar a los suyos -en un contexto de guerra civil o fratricida- no siempre la solución es poner más guerra de por medio porque, puestos a sufrir, siempre se llevan la peor parte los ya de partida más vulnerables. Entiendo que los recursos son más amplios y los caminos, múltiples.

Seguramente esa guerra gris naval, metalizada y llena de aristas y silbidos de los cazas y los bombarderos, tal y como nos la imaginamos, pueda ser inevitable en contextos muy, muy, pero que muy determinados y concretos. Pero siendo muy conscientes de todo lo que produce a su alrededor, mucho más que efectos colaterales.

Así las cosas, ahora que el Reino Unido prefiere una discreta segunda posición por ahora, ¿qué hará el gigante estadounidense? Pues no se sabe, ya ven que persiste hoy una gran división interna sobre ello entre influyentes políticos y estrategas del país. Lo cierto es que si hay una administración cuyos tambores de guerra resonaron alguna vez, en aras de supuestos fines humanitarios que o no se cumplieron o no fueron quizá tales, esa es la de Washington. Esa es una razón adicional para ir con cautela por estos jardines conceptuales.

¿Intervenir, pues? Sin duda, porque lo que llega de todos los lados, incluyendo agencias independientes de perfil bastante creíble, es del todo inaceptable. La guerra química está explícitamente prohibida, es especialmente cruel y execrable, y ha de ser erradicada. Pero, ¿cómo? ¿Poniendo en marcha la maquinaria de guerra, de la guerra clásica? ¿No hay otros mecanismos, que no vayan más en detrimento de las débiles estructuras que soportan hoy a una población civil al límite? Quiero pensar que existen. Y es que la guerra, incluso aún cumpliendo el trámite insoslayable de que la legalidad la ampare cumpliendo pulcramente con la legislación de cada país declarante, es algo que debe ser calibrado y tenido en cuenta antes de tirarse a una piscina insondable de la que uno sale siempre diferente a como entró cuando decidió en ella bañarse.

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