Las elecciones municipales del 12 abril de 1931 fueron en España un auténtico plebiscito entre monarquía y república que se saldó con una victoria republicana en 41 de las 50 provincias. Don Niceto Alcalá Zamora, presidente del Comité Revolucionario formado por republicanos y socialistas, exige al Rey que abandone el país. El mismo Alfonso XIII, la noche del 14 de abril y antes de dejar el Palacio Real, deja escrito, "el resultado electoral evidencia la pérdida de amor de mi pueblo". La República así legítimamente constituida cubre con dispares alternativas de poder un espacio de cinco años.

El golpe de estado de 1936 supone, amén de las trágicas consecuencias de todos conocidas, la ruptura de la legalidad republicana, la quiebra de la democracia, la anulación de derechos individuales y colectivos y el rapto de libertades durante los 40 años de franquismo.

La reposición monárquica en la figura de Juan Carlos de Borbón constituye una prórroga en el tiempo que no restituye la legalidad de la II República y mantiene, a pesar de las modificaciones introducidas por la Constitución en la transición, el carácter de régimen político heredado de Franco que, amén de otras consideraciones, contraría el último plebiscito democrático explicitado por el pueblo español en abril del 31.

En resumen, y acudiendo a un esquemático extracto de la actual situación, la monarquía española carece de la necesaria legitimidad concedida por la voluntad popular, es deudora de la personal voluntad del dictador Francisco Franco ante el que el monarca juró los Principios Fundamentales de la Falange y el Movimiento, y su ubicación en la Jefatura del Estado no emana de leyes dictadas en democracia y libertad, si no del entramado de poder fascista y nacional catolicista, oligarca y militarote que mantenía el viejo sistema.

Ahora de repente ante la evidencia de un grave deterioro físico del Monarca se abre el debate sobre la conveniencia o no de una abdicación. Debate estéril amparado en la improvisación, en la urgencia de parchear con buenos modales una situación incómoda revistiendo de protocolo al más alto nivel una razón de Estado que no es más que el estado de una sinrazón. Lo primero, la única preocupación que ahora mismo tendría que ocupar a la Casa Real como al resto de la estructura del Estado sería, antes de nada, legitimar la vigencia de la Monarquía actual. Someter a la voluntad popular una opción ya tomada en el 31 y descabezada cruentamente por el golpe de Estado del 36.

Si esto no se hiciese así y la sucesión a la corona constituyese otro trágala impuesto desde lo irracional, antidemocrático e ilegítimo, los Borbones seguirían arrastrando a través de la historia, el estigma sanguinolento de una herencia franquista de la que, por su propio bien, tendrían que desprenderse con celeridad.

Como segunda cuestión y en caso de que el plebiscito fuese favorable a una continuidad monárquica, cumplir a rajatabla el contenido del artículo 14 de la Constitución vigente, que establece "los españoles son iguales ante la Ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, SEXO, religión, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social". Es decir, ceñir la diadema real en las reales sienes de Elena de Borbón, primogénita de los ciudadanos Juan Carlos y Sofía.

Claro que, de no querer proyectar un camino de modernidad sobre el que construir el futuro, siempre cabe la posibilidad de redactar una nueva ley de sucesión reformando la Constitución, cargarse el contenido del referido artículo 14, mantener la ley sálica y volver a Felipe V de Anjou y a Fernando VII.

Pero ya de seguir con esta dinámica y puestos a que Juan Carlos abdique, yo propongo que lo haga en su tío don Leandro, clon de su padre Alfonso XIII . Sería como si el Rey nuestro Señor se hiciese carne y habitase entre nosotros. Es decir, modernidad en vena.