A Prudentino Candidez le contó un amigo que había estado unos días en Viana do Castelo y que asistió casualmente a un mitin en el que se reivindicaba el papel de los astilleros locales para la construcción naval civil y militar; también le contó que entre los asistentes se paseaba un joven oficial de la marina de guerra portuguesa de uniforme apoyando las reivindicaciones de los oradores portando una pequeña pancarta.

A Prudentino no le cabía en la cabeza tal osadía y le vino al magín el parto constitucional español. Cuando se debatía la Constitución el año 78 él vivía una experiencia existencial poco recomendable, estaban haciendo de él un hombre, en uniforme de faena amarrado a un fusil y protegiendo un embalse hidroeléctrico sin saber cómo ni de qué ataques; alternaba esa misión con los paseos patrulleros amenazadores por los pueblos cercanos y con las arengas diarias de los jefazos militares dictadas desde el diario El Alcázar y el búnker que veía alejarse algo de su poder.

El soldado Candidez vivía el debate con poca información, entre la garita, el calabozo y la litera, poco espacio había para enterarse de lo que pasaba, sus anteriores desencuentros juveniles con las fuerzas del orden y sus otros calabozos le mantenían en una suerte de permanente vigilancia, rozando una paranoia en contraste con el real acoso de sus jefes bien informados.

Recordaba Prudentino a su amigo Quijano, soldado y camarero de la cantina de oficiales en las que servía las baratas y desmesuradas raciones de alcohol consumidas por los uniformes estrellados; con él, en los pocos ratos de ocio, compartía las confidencias escuchadas en la barra y se hacían cruces pensando en lo que estaría comentándose en el cuarto de banderas y el futuro que les esperaba.

En ocasiones visitaba un piso en el que podía vestirse de paisano, transmutarse en persona, conviviendo unas horas con civiles más o menos libres que vivían la polémica con pasión, conscientes de que todos se jugaban mucho en el futuro; las disputas entre los radicales que no consideraban aceptable ninguna de las propuestas legislativas barajadas y los posibilistas que tácticamente veían un paso adelante las libertades y derechos protegidos por el proyecto constitucional. Prudentino asistía escéptico a las diatribas y cuando le inquirían con la mirada siempre respondía que los de caqui les iban a fastidiar el plan a unos y a otros.

Llegado el momento, aquel invierno del 78, Prudentino estaba decidido; en contra de lo que le pedía el cuerpo, apostaría por asistir y votar afirmativamente la Constitución; pero los hados que gobernaban aquel cuartel no estaban por la labor y a ver quién era el guapo que ponía la jeta y decía que quería ejercer su derecho.

Hoy, 35 años después, aún le confiesa a su amigo que le parece seguir en la garita, no por miedo al poder del ardor guerrero de entonces, sino por el más peligroso poder de los que ostentan hoy las mayorías políticas y económicas. Ve el debate sobre la reforma constitucional como algo artificial, que no soluciona la pobreza creciente, que solo se reclama desde sentimientos identitarios que no dan de comer ni dan trabajo, constata un peligro entre conservar lo que se tiene y lo que realmente se puede perder en el cambio, razona conservador frente a una ofensiva que quiere y puede arrasarlo todo, lo que está escrito y lo que solo está en espíritu.