Es curioso que los periodistas hablemos del periodismo como si fuéramos periodistas, cuando somos antes que nada lectores. Inventamos academicismos retóricos que desobedecemos en cuanto leemos. Respondemos con sesudos manuales a la pregunta "cómo has de escribir", cuando el interrogante certero es "qué quieres leer". La audiencia es el mensaje. La angustia de los medios de comunicación de masas o mainstream media ante el fulgor de las redes sociales no se ciñe a la prensa escrita, porque radios y televisiones tradicionales pierden oyentes a raudales. Se llega al extremo patológico de que los espectadores -incluidos los periodistas cuando actúan como tales- solo aceptan la oferta de la parrilla cuando la reprograman según su albedrío. En este panorama se ha introducido la cuestión bizantina de los periodistas que compatibilizan su trabajo en un medio concreto con soportes propios como los blogs, perfiles en Facebook o cuenta en Twitter. Escapan al control de su cabecera. Replantean la incógnita fundamental, ¿leemos el New York Times de Paul Krugman y Maureen Dowd, o el New York Times y punto? Internet introduce un grado adicional de salvajismo, y debiera afilar más que afinar la libertad de expresión de unos profesionales cuya credibilidad limitada surge de su docilidad. El axioma de que en internet se escribe peor no rige dogmáticamente en el periodismo español, donde se publican piezas y sobre todo colaboraciones externas indignas de un alumno del informe PISA, porque el texto es sagrado empezando por éste. En la prensa sajona serían descuartizados de manera inmisericorde. Ninguna colaboración escapa a la rigurosa labor de edición, consistente en hacerla atractiva a los lectores, entre quienes también se encuentran los periodistas. En Estados Unidos, la diferencia entre las informaciones y el blog de un mismo autor radica por tanto en que el segundo no ha sido tratado. En cuanto a los peligros de que los periodistas piensen por su cuenta, el reciente fallecimiento de Roger Ebert recuerda que los escritos en redes sociales del último gran crítico cinematográfico estadounidense potenciaban su trabajo en un periódico de Chicago. Hoy mismo se encontrarán decenas de ejemplos en que un informador apunta con delicadeza "las sombras en el comportamiento del ministro", para que el primer comentario que le adjunta la página de su medio en internet sea "hay que meter a este ministro en la cárcel y fusilar de paso al periodista que firma la noticia". Con todo, al periodismo no lo están matando los excesos, sino los silencios mal contados.