Es interesante la iniciativa socialista de abrir sus elecciones primarias a todos los ciudadanos afines a cualquiera de los candidatos que se presenten, primero en las autonomías y finalmente a escala federal. Pero no ha sido bien explicado un procedimiento que parece enojoso, deja sin resolver el escollo censitario y establece el pago de dos euros por participar. Bastante harán con su voto quienes lo emitan de buena fe, pese al clima de desmotivación general. Lo malo es que nada impide a los candidatos utilizar discretamente el sistema pro domo sua. Tampoco es descartable una estrategia adversaria tendente a dividir el voto para que ningún aspirante alcance cuotas estimables y los ganadores lo sean por los pelos. Ante estas dudas, parece un poco fuerte hablar de "avance histórico" y erigir la iniciativa en frontera entre un antes y un después. Más prudente sería lanzar estas valoraciones "a posteriori", si los resultados las abonan.

De aquí a octubre tiene el PSOE tiempo bastante para pulir el procedimiento y hacerlo atractivo, además de claro e inasequible al fraude. La ideología que lo propone tiene una base sociológica mucho más amplia que la militante, como demuestra su cuota electoral, baje o suba. Pero cuando las líneas de fuerza empujan hacia la abstención, el giro exige revulsivos más potentes que el de invitar a las urnas primarias de un partido a individuos de cualquier credo. La gente se implicaría con fuerza si pudiera elegir a las personas de su confianza para asumir las funciones autonómicas y estatales. Las listas abiertas son, quieran o no, el único acicate capaz de cambiar desencanto por entusiasmo, y mucho más si la participación que ahora se abre a las primarias se extendiera, miembro a miembro, a los integrantes de las candidaturas definitivas. Una democracia representativa en la que no son las personas, sino los partidos, los llamados a representar a las personas, tiene un vicio de origen que motiva en gran parte el deterioro actual de la política.

El PSOE ganaría mucha credibilidad si se plantase resueltamente en esa reforma electoral, cosa que no hace ni ha hecho con intransigencia similar a la que opone a otros inmovilismos o regresiones dimanados de una mayoría parlamentaria de distinto signo. El ciudadano que influye en la elección específica del representante político en quien confía, no solo transmite responsabilidad al elegido sino que la asume en medida igualmente personal y directa. Una tal relación es hoy la única que puede entusiasmar al ciudadano y trocar el escepticismo abstencionista en participación masiva. Otros cambios, por bien intencionados que sean, suenan a rizar el rizo y marear la perdiz