Observo, querida Laila, que derechos fundamentales y constitucionalmente reconocidos de los ciudadanos cada día molestan más a más gestores de la cosa pública. Entre estos derechos destacan los de manifestación, reunión o de huelga, que se ejercen con mayor frecuencia en los últimos tiempos. Uno de los primeros síntomas de esta incomodidad del poder con estos derechos es, por contradictorio que parezca, la reiterada y ritual afirmación de su vigencia que los mandarines hacen tras cada manifestación. Suena a excusatio non petita porque al mismo tiempo no pueden disimular sus maniobras disuasorias para que estos derechos, en la práctica, se ejerzan lo menos posible. Basta ver, por ejemplo, las cifras oficiales que se dan de manifestantes, en exagerada competencia, a la baja, con las hiperbólicas que facilitan los entusiastas organizadores de las movidas. La gente ya no cree a nadie y se toma a pitorreo la ridícula batalla de números. Otra muestra del desasosiego del poder es su habitual recurso a negar la mayor, a la descalificación global de los demandantes o a una hipotética mayoría silenciosa que siempre suponen de su parte. Y cuando, aprovechando las pacíficas movilizaciones, aparecen elementos violentos, de incierto origen y oscuras intenciones, que montan el cirio, nuestros capitostes lucen lo mejor de sus contradicciones. De una parte, señalan lo reducido y marginal de los violentos y los distinguen de los ciudadanos movilizados pero, de otra, caen en otorgar excesiva relevancia a estas acciones, hasta el punto de permitirse lanzar propuestas de medidas que, más que reprimir a los violentos, tienden a limitar, bajo la apariencia de una mejor regulación, esos derechos que les resultan tan incómodos. Hijas de estas contradicciones son las declaraciones, realmente antisistema, de la pintoresca alcaldesa de Madrid, que quiere desterrar las manifestaciones al desierto o, lo que es más grave, la nueva Ley de seguridad ciudadana, sobre cuya inconstitucionalidad alertaron ya jueces y fiscales.

Un tratamiento así se dio a la manifestación de la Marcha de la Dignidad del pasado 22M. Es cierto que la actuación de los grupos violentos fue especialmente dura, pero también es evidente que no tenía nada que ver con la manifestación, que eran claramente minoritarios y marginales, por mucho que se juntaran más que en otras ocasiones, y que fallos evidentes en la estrategia policial contribuyeron a incrementar la gravedad de lo sucedido. Sin embargo, entre unos y otros están logrando ocultar el contenido esencial de una movilización que debiera dar mucho que pensar y mucho más que actuar a unos gobernantes que se dicen servidores del interés general. Se reivindicaba "pan, trabajo y techo". ¿Hay algo de mayor interés general que se pueda reivindicar? Si estas tres cosas están en cuestión, es decir, si millones de personas de este país carecen de pan, de trabajo o de techo, cuando no de las tres cosas, ¿cómo se justifica la acción de gobierno? Es más, ¿cómo se justifica el sistema mismo? ¿Puede negar, en este caso, el Gobierno la mayor y demostrar que en la España de hoy no hay millones de personas sin pan, sin techo o sin trabajo? ¿Puede justificarse el Gobierno diciendo que los manifestantes con estas reivindicaciones no son nadie, o son pocos, o que existe una mayoría silenciosa a la que no le interesa ni el pan, ni el trabajo, ni el techo?

Si la demanda de los manifestantes, querida, se asienta en la realidad de una gran y creciente parte de los ciudadanos ¿qué importancia tienen, en relación con ella, los disturbios que se han producido, aun siendo graves, y de qué debiéramos estar hablando todos a estas horas?

Un beso.

Andrés