Cada día que pasa, querida Laila, es menos sostenible esa idea de que la corrupción política y económica no es un mal general, sino parcial y excepcional. Es decir, que los políticos y empresarios son generalmente honestos, aunque siempre haya elementos corruptores y corrompidos que, en parte por excepcionales, resultan escandalosos y dañan el buen nombre de la inmensa mayoría. Esto se lo cree cada vez menos gente. La opinión general y creciente es que la corrupción está generalizada y que lo que pasa es que son relativamente pocos los que tienen capacidad y poder para llevar adelante grandes operaciones corruptas pero la mayoría de los que pueden lo hacen, se los cace o no. Como también es opinión general que lo que se descubre es mucho menos de lo que hay y que lo que se castiga es mucho menos de lo que se descubre. Esto, se piensa, es la mejor prueba de que nuestra democracia es débil, anoréxica y va a peor porque no se consigue frenar la deriva de concentrarse, autoprotegerse y taparse, inherente a todo poder. Por eso cada día es mayor el número de gente que se alegra con la posibilidad de que el gran pacto no escrito del bipartidismo pueda tocar a su fin e, incluso aquellos que veían en el modelo la ventaja de la estabilidad política, empiezan a pensar que el coste de la corrupción que se extiende es un precio demasiado alto a pagar, porque conduce inexorablemente a una general desmoralización de la ciudadanía en los dos sentidos de la palabra: la corrupción generalizada de las costumbres como fruto del mal ejemplo dado desde el poder y el desaliento de la ciudadanía que, primero se resigna, luego acepta el juego sucio y acaba implicándose en él, en la medida de sus posibilidades y con el sentimiento de sentirse justificados.

La dictadura, querida, es el gobierno de la corrupción y la democracia es el gobierno contra la corrupción, por eso consagra la participación ciudadana, el pluralismo político, la separación de poderes, el imperio de la ley y los controles sobre el poder mismo como mecanismos esenciales de la gestión política. En la medida en que la participación ciudadana se recorta, se limita o se embrida, en que el pluralismo político se reduce dificultando el acceso de mayorías reales a la gestión pública, en que unos poderes invaden las competencias de los otros, en que se subyuga la ley a intereses concretos y parciales y en que se debilitan los controles públicos, la democracia se deturpa, es decir, también se corrompe, y empieza a funcionar en muchos aspectos como una dictadura. Y ya se sabe, amiga mía, si el bicho tiene plumas como un pato, anda como un pato y hace cuá-cuá, vamos a tener que convenir que el bicho es un pato.

La corrupción, querida, no es solo un problema moral o ético individual y colectivo, que también; es sobre todo un grave problema social y político. Más grave incluso que el problema del paro y del desempleo, porque la corrupción, enquistada en el sistema económico vigente, es quizá su causa principal. La corrupción económica y la política que la ampara. Esta relación causal entre la corrupción y la injusticia social, la desigualdad, el paro y la pobreza es percibida cada vez por más gente y por eso el personal se indigna tanto y se rebota cada vez que salta a la palestra pública un caso de corrupción, cosa que viene ocurriendo todos los días. Es natural, por tanto, que la corrupción aparezca en todas las encuestas entre las principales preocupaciones de los ciudadanos y llegará a ocupar el primer puesto.

Y no nos engañemos, querida, ante este problema no hay más salida o respuesta que la política, consistente esencialmente en la regeneración democrática de las instituciones y de los propios partidos.

Un beso.

Andrés