En esto no hay recetas mágicas. Unos se juegan el todo o nada a la posibilidad de disfrutar la tradición o atragantarse en familia con las uvas, sosteniéndose tras la última campanada en un pie o en el otro pero agarrado a la sidra champanada. Otros ponen pies en polvorosa huyendo del ajetreo. Muchos lo terminan como lo empezaron, bebidos. Los periódicos hacen balances sesudos, de lo que fueron las guerras, muchas, y las batallas, unas cuantas, de este otro catorce, pero la gente quiere olvidar sus desgracias, sus problemas o su timidez zambuyéndose en el champán, el cubata o la ginebra. Y la peña a veces coge ese punto, en muchos casos faltón, no digamos si en la macrofiesta reparten comida de madrugada, porque entonces algunos se lanzan a las bandejas como posesos pasando por encima de toda la tripulación como si en vez del año viejo estuvieran abandonando el Titanic, para terminar desconectando los cables de sonido del DJ, que con un local pleno de watios y animación había logrado con paquito el chocolatero una conga entusiasta de 300 con sombrero, matasuegras y cornetas, que de repente pierde el paso y el vacilón. Ya está liada. El hombre-orquesta no tiene un plan B y entonces puede que haya salvajes y sillas voladoras. Eso si no hay el triple de aforo. Y otra vez tienen que llevarlo los amigos a casa, meterlo en el ascensor y pulsar el botón de su piso. Ha habido casos de encontrarlo al año siguiente semiinconsciente algún vecino madrugador, que duda en llamar a la policía hasta que el bicho se mueve o emite un ligero gruñido.