No me puedo creer que en esta nueva entrega de sábado ya estemos a las puertas del mes de junio. El tiempo pasa, amigos y amigas. Y el verano, esa utopía cuando enero se nos presentó en el calendario con las hojas del año 2017 casi impolutas, empieza a asomarse en nuestras vidas.

Tiempos diferentes, el de invierno y este, más cerca del verano. Momento para el solaz y para una mayor dosis de ocio, mucha más luz y para coleccionar estampas de playa en la geografía de un país extraordinariamente rico en rincones de costa paradisíaca. Vayan ustedes a la Andalucía más virgen, o a la Cataluña de la Costa Brava, a Euskadi, Asturias, Cantabria o Galicia, Baleares o Canarias, encontrarán lugares únicos donde encontrarse con el mar. E incluso en el resto del maltratado Mediterráneo, con verdaderas salvajadas de hormigón hasta muchos kilómetros tierra adentro desde la línea de costa, aún quedan espacios verdaderamente únicos en todas las comunidades autónomas. Ese es, sin duda, uno de nuestros especiales valores, que disfrutamos y compartimos con los que nos quieren visitar.

Pero todo en esta vida tiene sus contrapartidas. Es difícil -ya lo habrán entendido ustedes a cierta altura de la vida- tenerlo todo. El turismo es hoy uno de los insumos más potentes de la economía española, lo cual celebramos. Pero este tirón continuado del mismo también tiene consecuencias negativas, y no solo en términos de una más que evidente masificación en determinados destinos, o de la consiguiente mayor vulnerabilidad del medio ambiente en los mismos, sino también en el evidente encarecimiento del ocio para los nacionales, incluso en zonas hasta ahora consideradas más asequibles.

Una de esas externalidades negativas de la industria del turismo tiene que ver con la sostenibilidad. Es algo que hay que tener en cuenta y de lo que hay que ser consciente. Porque si no se hace así, el maná de hoy puede comprometer no solo el negocio del mañana, sino la pervivencia, en sí misma, de la zona afectada. No se trata de ser catastrofista, o de instalarse en la parálisis como respuesta al miedo. Pero tampoco de actuar sin cautela, admitiendo el "todo vale" sin una adecuada monitorización de la huella derivada del incremento de la actividad.

Supongo que este es el dilema que se vive en estos tiempos en nuestra verdaderamente única Ribeira Sacra. Una amplísima zona de Galicia con una presión demográfica baja, un paisaje bellísimo, un aprovechamiento turístico discreto y a las puertas, hoy, de la promoción de una candidatura a ser declarada Patrimonio de la Humanidad por parte de la Unesco. Una posibilidad que, por una parte, no cabe duda de que traería mucha mayor fijación de población, recursos y actividad en la zona, necesarios ante el declive demográfico continuado de la misma. Pero que, por otra, incrementaría los riesgos en términos de su sostenibilidad y cuidado. Como les digo, el yin y el yang de una misma noticia...

Sin embargo, creo que no hay vuelta atrás. Sabiendo hacer las cosas, es posible que tal certificación aporte mucho a la zona sin que esto implique su deterioro o una presión sobre la misma incompatible con el deseable nivel de protección con que la deseamos dotar. Porque en el actual estado de las cosas, con una población a la baja y una muy difícil capacidad de fijación de la misma, la decrepitud también sería imparable.

Las oportunidades son para aprovecharlas. Desde el sosiego, claro está. Desde un trabajo sistemático, profesional, basado en estrategias de éxito y orientado a los resultados deseados. Y, también, desde una visión moderna y a largo plazo, bien consensuada con todos los grupos de interés, ilusionante y que siente las bases para una Galicia del futuro. Y, en este marco, una Ribeira Sacra Patrimonio de la Humanidad puede ser un elemento de éxito. Por mucho que a mí me guste, les confieso, disfrutarla en cierta soledad.