La tarde siguió tan desapacible como había sido la mañana en la playa de Caión un sábado cualquiera de julio, verano pues, pero la realidad climatológica era más bien de entretiempo. Esa tarde de que hablo, sólo un enjambre de surfistas, con sus monos de neopreno y tablas, disfrutaba del majestuoso y vivo oleaje, y los pocos bañistas, quien con camiseta quien con bata o toalla sobre los hombros, mirábamos sentados en la arena sin meternos en el agua esperanzados hacia la lejanía porque nos parecía vislumbrar que allá lejos el sol estaba taladrado las nubes. Y al final ocurrió. Primero el sol alumbró débilmente el lateral oeste de Caión, y luego inundó la superficie de la playa donde, cual girasoles que buscan la luz, bañistas salidos de no se sabe dónde empezaron a poblar los arenales. Fuera camisetas y toallas, y ¡al rico chapuzón! Luego sobre la arena, recibiendo el tibio masaje solar, se estaba divinamente. Había valido la pena esperar. Y nos sirvió para confirmar una vez más que el verano en Galicia no defrauda. A veces las bondades se hacen de rogar, pero al final siempre brilla el sol.