Como un goteo, intermitente pero incesante, nos llegan noticias de que, en nuestro avanzado mundo occidental, no son ya tolerables obras tan ofensivas como Matar a un Ruiseñor o Las Aventuras de Huckleberry Finn. También Las Uvas de la Ira, El Gran Gatsby o El Color Púrpura, resultan insoportables a la fina piel de lo políticamente correcto.

No somos ajenos a la epidemia. Oigo, con demasiada frecuencia, esa voz interior que, irritada, me suspira al oído "esto hoy no sería posible" ante una película o programa de televisión de hace un par de décadas o más, y me atenaza esa sensación de intolerable pérdida de libertad.

Como siempre, los paladines de las nuevas y viejas censuras, utilizan a los niños como excusa para limitarnos a todos. Es el caso de la madre del Condado de Virginia en EEUU que elevó airada protesta contra el pobre Huckleberry Finn de Mark Twain y alegó ante el consejo escolar que su hijo adolescente birracial no podía ser expuesto a "tantos insultos racistas y palabras ofensivas" y que el libro podía "herir la sensibilidad" de los rapaces.

Curiosamente los personajes infantiles de Twain suelen sentir un profundo rechazo por una escuela que quiere sustituir su forma de ser natural por las convenciones socialmente aceptadas. Huck, en un momento clave del libro, rechaza lo que le han enseñado que está bien, y decide hacer lo que le han dicho que es el mal, defiende y ayuda a un negro, una propiedad, Jim, del que su ineducado corazón le dice que es su único amigo.

La tendencia a minusvalorar a los niños me resulta incomprensible. Los niños, con su enorme capacidad de entendimiento y aprendizaje, ponen a los adultos en el brete de decidir cómo influirles, una de las más grandes responsabilidades que pueden recaer en nuestras manos. Esa influencia puede tomar la forma de educación o la de adoctrinamiento. La primera busca la libertad, la segunda la obediencia. La primera respeta y engrandece al ser humano, la segunda lo anula.

Preparar a un niño para que sea un adulto libre consiste en dotarlo de conocimientos y criterio. Los primeros sin lo segundo no sirven de gran cosa.

La infancia es, entre otras cosas, un período de aprendizaje y prácticas, por eso los niños no deben ser ajenos al hecho de que suceden cosas buenas y malas, que no siempre la justicia prevalece, que casi todo en la vida tiene un precio. Si todo va bien, incluso verán en ocasiones herida su sensibilidad, como tanto teme esa madre de Virginia. Salvo en casos extremos, no pasa nada. Aprenderán a lidiar con ello y eso les hará más fuertes. Y más libres. Y un ser humano libre, no se ofende tan fácilmente.

La sociedad occidental ha evolucionado culturalmente hacia criterios más respetuosos con todo tipo de individuos y minorías. Ese mayor conocimiento y respeto provoca a veces roces con la libertad de expresión. En la colisión de derechos fundamentales siempre debe hilarse muy fino y aún oiremos hablar bastante de sensibilidades heridas, pero no justifica caer en el papanatismo, pretender que aspectos concretos de la historia o de las sociedades de otro tiempo jamás sucedieron, renegar de la creatividad, cerrar la boca a los grandes genios, o que cualquier mindundi se arrogue el derecho a enmendarle la plana a una obra maestra.