Les saludo, una vez más. Y les dedico estas líneas, hilvanadas con cariño para ustedes en la jornada de ayer, 1 de mayo. Una celebración internacional como pocas, en la que recordamos a los Mártires de Chicago, sindicalistas ejecutados en Estados Unidos en el marco de la lucha por la jornada laboral de ocho horas. Ayer, el 1 de mayo, celebrado progresivamente en casi todo el mundo desde 1889, es un hito en el que se pone el foco, en clave reivindicativa, sobre las cuestiones pendientes en el mundo de lo laboral. Es la fiesta obrera y sindical por antonomasia, que en Estados Unidos -al que luego se unió Canadá- se celebra en otra fecha, por el miedo en su día a ligar tal celebración a los sucesos descritos. El 1 de mayo, en el resto del mundo, es el día de celebrar los logros y reivindicar los derechos ansiados en cuestión laboral, que no dejan de ser una parte importante de los derechos socioeconómicos de las personas.

Y, ciertamente, las cosas del trabajo merecen un foco especial. Atrás quedan los tiempos oscuros en que los Mártires de Chicago u otros se significaron y sacrificaron por la consecución universal de una dedicación al trabajo más compatible con el propio desarrollo personal. Las cosas son hoy más fáciles, sí, pero cada época no deja de tener sus propios retos y problemas. Hoy es evidente que ha cambiado bastante en el mundo del trabajo respecto a hace un par de décadas, y que lo que amenaza a la buena marcha de las relaciones laborales es diferente. A hablar de ello dedicaremos lo que queda de este artículo.

Lo más significativo, quizá, es que ha desaparecido en buena medida en los últimos tiempos, y lo hará mucho más en un futuro próximo, el concepto de "mamá empresa". Me refiero a aquellas posiciones eternas, donde las personas pasaban la práctica totalidad de su vida laboral, con trabajos muchas veces un tanto reiterativos y continuados en el tiempo, sin que un cambio de actividad o de compañía fuese nunca parte del escenario más o menos razonable. Algo que, para mí, es en principio positivo, porque el cambio es parte de nosotros mismos, y porque todo lo que implique su negación o restricción nos limita. Pero algo tampoco exento de riesgos, porque esto solo funciona bien cuando es culturalmente aceptado y practicado de manera generalizada, generando oportunidades y dinamismo. Cuando no es así, como en el caso de España, no deja de ser una fuente de exclusión del sistema. En otros países si no cambias de ocupación y hasta de compañía cada pocos años, en el contexto de un marco muy dinámico donde todos se mueven y donde las oportunidades son muchas, tienes un problema. Aquí, si te mueves, muchas veces es un salto al vacío. Falta mucha mayor rotación, que normalice la relación entre empleado y empleador como un recíproco do ut des, en el que unos buscan dónde aportar y otros, a aquellos que lo hagan. Sin más, sin muchos de los aditamentos que aquí existen en torno al mercado del trabajo, incluido el nepotismo, la cultura de la dádiva -frente al libre intercambio de trabajo y remuneración- y zarandajas parecidas.

Otro elemento de contexto preocupante es la inequidad. Hemos hablado largo y tendido de ella en múltiples campos, y en este también está presente. Hoy nuestras empresas son mucho más competitivas y eficientes que antes de la crisis, pero el efecto de todo ello no está repercutiendo aún de manera generalizada en el factor trabajo. Y es que si analizamos la renta producida por el trabajo versus las rentas patrimoniales de los propietarios y accionistas de las actuales corporaciones, el cociente es hoy más desfavorable para el conjunto de los trabajadores, a todos los niveles. Esto hace que el segmento socioeconómico medio siga destruyéndose, a pesar de la franca recuperación. La inequidad y sus consecuencias puede ser atractiva para quien sale hoy ganando de ella. Pero aceptarla o propiciarla es, cuando menos, miope. A la larga a todos nos interesa una sociedad fuerte, donde las personas obtengan la máxima remuneración y beneficio de su actividad, con la mayor cota de homogeneidad posible. Esa es la única receta para una sociedad más vivible y con menos problemas. Cuando se estira demasiado el muelle de la codicia, entonces o vives en una sociedad feudal -que también existen hoy, como tuve ocasión de descubrir en la sede mundial de la ILO, Organización Internacional del Trabajo, allá en 1998- o es una sociedad enferma, donde los ricos y todos los demás no coexisten a ningún nivel, y con niveles de inseguridad, criminalidad, problemática social e inestabilidad insoportables.

Me he puesto a escribir sobre estos dos aspectos, y el espacio se ha terminado. Ya hablaremos más de ello. Lo que está claro es que faltan por tocar algunos temas, como el de los profundos cambios que se producirán por la creciente irrupción de las tecnologías en nuestros trabajos, así como algunas apasionantes cuestiones más. Ya habrá tiempo..