Saludos, señoras y señores! Más leña al fuego de la vida, que a la vez que nos provee de luz y calor, también nos va consumiendo con la complicidad siempre necesaria del tiempo. Del que nos toca vivir, y que constituye nuestro verdaderamente único tesoro. Lo demás, créanme, pecata minuta...

Y ya ven, tiempos que a veces son convulsos y a veces tranquilos. Tiempos en los que, a veces, el mero hecho de sobrevivir es toda una gesta. Y momentos que, en otras ocasiones son más dulces.

Hoy quiero contarles la historia de alguien a quien no llegué a conocer. Hace años esta persona -conocida y apreciada en su entorno- había convenido con su esposa hacer un viaje. Y una mañana, aquella maldita y concreta mañana, ella le dijo que había cerrado la reserva de los billetes en una determinada agencia de viajes de Barcelona, y que si él no se acercaba a recoger la documentación, tal y como habían quedado, se enfadaría. Aquel hombre, siempre ocupado con su exitoso trabajo y que jamás acudía a centros comerciales, se ocupó entonces de realizar tal encargo con diligencia y primor. Y, desgraciadamente, nunca volvió a salir de allí... Como les digo, a él no le conocí, pero sí a la que era su mujer, una persona generosa, solidaria, prudente y buena, cargada de valores. Pude compartir con ella, durante años, diferentes experiencias y vivencias en un entorno que para mí era laboral y para ella un voluntariado. Y, les confieso que, alguna vez que ella no me veía, yo le miraba, y pensaba cuánta procesión iría por dentro, aún a pesar del paso de los años... Porque, amigos y amigas, esta historia estrictamente real, así como la de más de ochocientas personas más, destila injusticia y sangre gratuita.

Ya se habrán dado cuenta de que, efectivamente, aquel centro comercial era el de Hipercor, y el día, el fatídico 19 de junio de 1987. La bomba que allí explotó, agazapada en el maletero de un coche previamente robado y aparcado en el centro comercial, mató a veintiuna personas e hirió a cuarenta y cinco. El protagonista de mi historia fue uno de los primeros. Tomen nota: 30 kilogramos de amonal, cien litros de gasolina, escamas de jabón y pegamento constituyeron los 200 kg de mortífera carga que, con su brutal detonación y posterior formación de una abrasadora lengua de fuego, destruyó todo y a todos los que encontró a su paso. Personas que pasaban por allí.

Las peregrinas explicaciones dadas a posteriori sobre la macabra lógica de tal atentado o las disquisiciones de si se había actuado correctamente ante los avisos de la colocación de la bomba, poco importan. A los sufridos protagonistas de la noticia y a sus familias mucho no les iban a confortar. Porque en esta vida, amigos y amigas, si se pierde precisamente eso, la vida, se pierde todo. Y si es la de un ser querido, y en esas circunstancias, el dolor puede ser verdaderamente desgarrador.

Cuando pienso en el comunicado, el recomunicado y el posterior recontracomunicado de la disolución de ETA, producidos estos días, me viene a la mente esta mujer tranquila, comprometida, progresista y solidaria a la que una vez conocí. Y, les aseguro, paso entonces automáticamente del soniquete de las declaraciones grandilocuentes de construcción de un relato que no es tal, a las emociones de las víctimas. Y me duele. Es dolor ajeno, sin duda. Pero me duele. Porque de lo que estamos hablando aquí no es de socavar una dictadura o de buscar la libertad de un pueblo. Estamos hablando de asesinatos de seres humanos, en una nómina larga que pasó de los ochocientos y que no llegó a los mil por la cooperación transfronteriza y por los éxitos de la lucha antiterrorista.

Por eso en el día de ayer, en el que lo que queda de ETA expresó que, finalmente se extingue, me surgen dos emociones distintas. Por un lado, me alegro de que esto sea así, y de que la construcción de nuestra realidad, y en particular del presente y futuro de Euskadi, quede en el terreno de juego político, lejos de las bombas, los tiros en la nuca y la extorsión. Porque sí, me alegro y es una buena noticia, ya desde los precedentes de 2004 y 2011, que ETA pase definitivamente a la historia y punto pelota. Todos y todas tenemos que estar orgullosos de ello, conseguido desde la praxis democrática. Pero les aseguro que esa otra emoción, la de las víctimas, creo que también ha de ser tenida en cuenta, y ni ninguneada ni eclipsada por ningún otro tipo de consideración. Porque a mí, reitero, cuando leo lo de Euskadi Ta Askatasuna, lo primero en que pienso es en aquella compañera y su marido y, por extensión, en tantos otros seres humanos que lo perdieron todo, todo, todo, por ideas mal hilvanadas en la cabeza de personas inadaptadas y con pocos o ningún escrúpulo.