Buenos días. Llegó el 13 de junio, ese día mágico en que la abuelita Concha cumple 98 años, mientras siguen reflejándose en su mirada y su recuerdo los ecos de tiempos difíciles, en los que el mero ejercicio de supervivencia a veces era una proeza. Este artículo, que enseguida pondrá proa al Mediterráneo para encontrarse con el Aquarius y muchas situaciones límite, pero de estas alturas del siglo XXI, también quiere ser un homenaje a nuestros mayores. Porque todo lo que somos hoy, en términos de una sociedad netamente mejor que la de entonces, se lo debemos en buena parte a ellos.

Y, así, hecha la presentación y encomendándome a los hados de la sabiduría de quien tanto vivió ya, procedo a centrarme en el tema que hoy materializa el ejercicio de mi raciocinio y mi sentimiento. Les hablaré del Aquarius, barco de Médicos sin Fronteras que supongo que hoy navega ya hacia Valencia en busca de refugio. Y eso significa, entre otras cosas, hablarles de dignidad y de indignidad, de derecho internacional humanitario, de compromisos incumplidos y de una Europa que, una vez más, ejerce a salto de mata su supuesta unidad de criterio.

Miren. Vamos a lo claro y práctico. El derecho internacional humanitario estipula un procedimiento claro en caso de personas solicitantes de ayuda o refugio. Y en el Aquarius viajan hoy muchas personas que, seguramente, puedan ver reconocido tal estátus sin mayor problema. Son personas que huyen de la barbarie, de la guerra, de una situación límite personal o colectiva para la que la comunidad internacional arbitró herramientas concretas hace ya mucho tiempo, y a las que se acogieron, por ejemplo, personas huidas de la terrible situación en España en los tiempos de la juventud de doña Concha. Son procedimientos y sistemas bien articulados que, sin embargo, hoy son ninguneados por países que vulneran tal ordenamiento internacional. Y eso es grave.

Ante tal situación, organizaciones de la sociedad civil, y hasta particulares, han reaccionado, para vergüenza máxima de la mayoría de Estados europeos. Unos países que habían decidido acometer unos cupos de acogida que, casi siempre, fueron incumplidos hasta la extenuación. España, en virtud de las decisiones del Gobierno anterior, obró, cuando menos, con parsimonia injustificada. Y otros, como Hungría o Polonia, plantaron cara a una decisión que les vinculaba y que, de forma flagrante, vulneraron con argumentos a veces altamente xenófobos.

Hubo un país, Alemania, que dio entonces la cara y la talla. Y una mujer de Estado, Angela Merkel, que sintió en sus carnes los efectos negativos -en términos de muchos menos votos y una bajada de popularidad apabullante- por una posición coherente y hasta humana. A su alrededor, todo yermo. Los líderes europeos miraron para otro lado. Y hubo otro país, Italia, que con sus luces y sus sombras tuvo que gestionar prácticamente sola lo ingestionable, por su condición de mayor cercanía al foco de la huida. Pero Italia, sumida en su propia travesía en el desierto y con un Gobierno nuevo y de corte antimigratorio, ha puesto en práctica una nueva forma de abordar esta problemática: cerrando sus puertos, demonizando a las organizaciones no gubernamentales, a las que acusa de generar expectativas y servir de puente ante quien huye de una carnicería, y criticando a todo aquel que se pone por delante. Italia, a quien hay que reconocer que tuvo que lidiar hasta ahora en soledad con algunas de las consecuencias de un fenómeno migratorio intenso y urgente, cambió el guión de forma brusca, en un nuevo capítulo de cinismo internacional e inoperancia de nuestras estructuras europeas. Y pasó lo que pasó, que ha llenado portadas y telediarios.

Pero cuando hay gentes que sufren en medio de la tormenta no cabe la dilación ni el debate. ¿Conocen ustedes la parodia del debate de los Monty Python en La vida de Brian? Si no es así, vale la pena que la vean. Porque a veces, como los apóstoles de Brian en esa obra maestra, nos dedicamos a debatir cuando hay que actuar. Y, mientras, los deberes sin hacer. En tal contexto, el nuevo Gobierno de España ha sabido reaccionar con agilidad. ¡Vénganse ya! Está muy bien como gesto, y como primera medida casi a vuela pluma, ahora que no hay tiempo y no se puede hacer otra cosa. A aquellos que les afecta, puede que les dé -literalmente- la vida. Pero, a partir de aquí, habrá que ir a mucho más. Habrá que articular nuevas formas de entender la inmigración y, al tiempo, tratar de influir en la Unión Europea, imbuidos ahora de cierta fuerza moral, para plantearlo. Y es que el problema que está detrás del Aquarius y la realidad que representa es verdaderamente serio, y ahora son setecientas personas como usted y como yo, que hacen bien en salir pitando, pero la naturaleza del problema es mucho más inquietante. Habrá que sentarse, hablar de ello, diagnosticar bien, plantear soluciones y, lo más importante... cumplir todo a lo que uno se compromete.

Hablaba el ministro Borrell de bomba de relojería demográfica en Senegal, casi aquí al lado. Y es verdad. Y si a eso sumamos conflictos enquistados, a los que nadie nunca miró, o que incluso fueron alentados o fomentados por intereses creados, el tomate es todavía mayor. Sólo con una ordenación verdaderamente racional de estas cuestiones y con una nueva integración de economía y progreso social global, fuera de cutres intereses de lobbies o de contubernios políticos, podremos vislumbrar cotas mayores de equidad y, a partir de aquí, una posible mejoría en el panorama, aprovechando mejor la potencia del comercio y de la creación de valor global. Como sociedad, no podemos permitirnos más fracasos. Porque, en estos tiempos donde casi todo está conectado, la debacle podría ser mayúscula. Está en juego mucho más que el goteo de vidas que, desgraciada e injustificadamente, se pierden ya en el mar.

Sí, doña Concha. Siguen siendo tiempos difíciles. Sigue habiendo sufrimiento y continuamos mirando para otro lado ya no con los de fuera, sino entre nosotros mismos. Seguimos devorándonos, por cuatro perras.