Tener una buena idea no es fácil, pero transformarla en una realidad siempre es una carrera de obstáculos que pondría a prueba la paciencia del Santo Job. Imaginemos por un momento a nuestro Rey Alfonso, allá por el año 1200, que decide que quiere hacer en la abandonada península de Crunia una villa portuaria de primer nivel donde pueda instalarse esa burguesía que quiere comerciar y prosperar.

El primer obstáculo es que eso es imposible bajo la organización señorial de los viejos nobles y la Iglesia compostelana. Alfonso llega a la conclusión de que ambos deberán quedar completamente fuera de un proyecto que es incompatible con sus abusos y costumbres. Pero ambos tienen derechos y propiedades en la zona y este Rey treintañero sabe que, en su tensión permanente con los viejos poderes, no puede saltarse la Ley, ni generar agravios excesivos. Si se estira la cuerda demasiado uno corre el riesgo de quedarse sin proyecto. O sin corona. Así que se sienta a negociar, seguramente durante varios años, algo muy parecido a una sucesión de expropiaciones.

No es difícil imaginar el escenario y las rabiosas discusiones que debieron producirse. La Corona tratando de pagar lo menos posible por propiedades seguramente vacías y baldías desde hace mucho tiempo, mientras los poderosos propietarios se indignaban y trataban de conseguir más dinero esgrimiendo, además de su rango, un repentino amor por sus bienes. Un tira y afloja que no creo que haya cambiado mucho en ochocientos años.

Como resultado de esas negociaciones a varios nobles se les permutaron sus tierras por fincas de similar valor en otros lugares; se compraron los derechos de los Templarios por un buen dinero; el Monasterio de Sobrado se quedó con un diezmo de las mercancías del puerto, y el Arzobispado de Santiago consiguió cien marcos anuales y diez solares libres de impuestos.

Cada una de estas negociaciones debió de ser como ir a la guerra. Y, sabiendo cómo nos las gastamos por aquí con el tema de las tierras, los actuales equipos que negocian cómo se reparten los dineros en la Unión Europea deben ser un grupo de aficionados al lado de los que consiguieron que, uno a uno, todos firmasen hasta que unos once kilómetros cuadrados quedaron, limpios de polvo y paja, bajo el único control del Rey; una página en blanco en la que Alfonso podía ponerse a trabajar en la siguiente fase del proyecto.

En términos actuales, después de las expropiaciones llegaron las inversiones en infraestructuras. Con un coste para el presupuesto real que debió de ser gigantesco, se alzó una muralla de protección, se levantó una fortaleza en su interior, se hicieron todo tipo de dotaciones necesarias para el comercio de mercancías y la seguridad de la urbe e incluso se construyeron viviendas para animar a desplazarse al nuevo asentamiento.

Alfonso no era un rey precisamente pasivo y durante años acudió periódicamente a supervisar en persona el avance de la gran cantidad de obras que se estaban haciendo. Esto nos da una idea de hasta qué punto era importante y personal para él este proyecto.

Finalizadas las obras, sólo quedaba fundar la ciudad y dotarla formalmente de un fuero, una ley. Y esto sucedió en el mes de junio de 1208, cuando se promulgó una carta que marcaría durante siglos el carácter propio y específico del coruñés, y su imperativa y casi obsesiva lucha por la libertad. (Continuará)