Debí poner cara de pasmarote cuando hablando de mecánica salió el término espárrago en aquel diálogo con Iago -y aprovecho para hacer justicia escribiendo Iago y no Yago como puse en otro minuto- en su taller de Vilalba (Lugo). Me explicó, enseñándome uno, que el llamado espárrago es un tipo de tornillo que tiene rosca en los extremos. Superada mi ignorancia, me viene al pelo esa referencia porque opino que ahora hace falta una doble defensa de la vida en sus dos extremos, en sus dos polos, en su principio y en su final. En el inicio para dejar claro que todo ser concebido, desde el momento de su concepción, ya está enroscado a su vida, y frustrarla voluntariamente es un crimen, de ahí que el aborto -la eufemística interrupción del embarazo- no debamos admitirla. Y en el otro extremo, está el fin natural de la vida, que llegará cuando Dios quiera -o nos corresponda, para los no deístas- pero nunca una muerte provocada, la eutanasia, que arrebata y acorta la vida con la patraña de una muerte dulce, del evitar el dolor y el enseñamiento terapéutico, extremos que los cuidados paliativos y los recursos médicos rectamente aplicados ya han superado.