Que un puente se venga abajo a los cincuenta años es motivo de asombro en Italia, siquiera sea porque ese país hunde sus raíces en el famosamente eficiente Imperio de Roma. Los romanos, que eran gente seria, dejaron por toda Europa y parte de África y Asia las huellas de su excepcional ingeniería que todavía pueden verse hoy, dos mil y pico años después. Nada que ver con viaductos como el de Génova, que ahora se derrumban apenas cumplido el medio siglo de su construcción.

Aquí en la Península, sin ir más lejos, sus ingenieros de caminos trazaron una red de calzadas sobre la que luego se levantaron -en paralelo o directamente encima- las carreteras y autopistas existentes en la actualidad. Pero no solo eso.

Basta echar un vistazo a la muralla de Lugo, a las decenas de puentes que aún resisten al tiempo, a las termas, a teatros como el de Mérida, al acueducto de Segovia o al faro de Hércules -que todavía funciona- para deducir que algo dejaron en este país aquellos locos romanos. Además de legarnos, todo hay que decirlo, el derecho y el latín más o menos corrupto que seguimos hablando los peninsulares.

No hace falta que nos preguntemos qué han hecho por nosotros los romanos, como conjeturaban los miembros del Frente Judaico Popular en cierta hilarante escena de La vida de Brian.

Si acaso, el trágico suceso de Génova invita a cavilar sobre lo mucho que ha degenerado la obra pública -en Italia y en Europa en general- desde los gloriosos tiempos de Roma. La prueba es que todavía se utiliza la expresión "obra de romanos" para aludir a cualquier trabajo de ingeniería caracterizado por su solidez y el largo tiempo de ejecución, que, como es natural, se corresponde con una duración que trasciende los siglos.

Comparados con otros, los romanos eran unos imperialistas de lo más aceptable; por más que tuviesen la enojosa costumbre de conquistar por la brava a los territorios bárbaros y saquearles el oro, la plata, las angulas y -lo que acaso sea menos perdonable- el vino. Pero ese, en realidad, es un hábito de todos los imperios que en el mundo han existido.

Lejos de reprochárselo, los españoles y portugueses han perdonado ya a las legiones de Roma el hecho en su día afrentoso de que se llevasen a carretadas el oro de Las Médulas, de Tresminas y del río Sil. O que hiciesen por estas tierras grandes requisas de lampreas y de vino para abastecer la mesa de los próceres de aquel Imperio.

A cambio de perpetrar esos saqueos, los romanos legaban a sus territorios vencidos (o provincias) la lengua, el derecho y unas duraderas obras de ingeniería capaces de resistir el paso de los siglos y hasta los milenios. El inventario de todo lo que dejaron por aquí -y por otras partes del Imperio, incluyendo lógicamente a Italia- es lo bastante copioso como para exceder el módico espacio de un artículo de prensa.

Con tales antecedentes, quizá sorprenda en particular el derrumbamiento en la italiana Génova de un viaducto construido hace poco más de cincuenta años. Se conoce que desde los tiempos en que se hacían eficientes obras de romanos a la Italia del ultraderechista Salvini va todo un mundo, aunque solo hayan transcurrido dos milenios y pico. Imperialistas y todo lo que se quiera, los romanos sabían hacer las cosas como es debido. Otros, ya se ve que no.