Muy bien traído el mensaje que se publicó a mediados de septiembre en las páginas deportivas. Era la fotografía de un cartelón fijado en un campo de deportes en el que se leía que allí, durante las competiciones de fútbol, no sé si infantil o juvenil, los protagonistas son los chavales, a los que había que ayudar para que se lo pasasen bien, pidiendo a los espectadores, que imaginamos familiares de los jugadores, que su papel era el de aplaudir y animar, y advertía con buenas palabras que quien se pusiese nervioso que marchase fuera. Consejo bien explícito, porque sabemos de casos de progenitores hechos y derechos que pierden los estribos y vociferan frases irrepetibles -lo de gritar "¡arbitrucho!" es casi un piropo- al tiempo que animan a los críos a cometer agresiones y caer en maneras antideportivos. Tengo una sobrina, estimada ejecutiva y delicada madre de familia, que sin caer en tales extremos, pero ha bastado que el pequeño juegue al fútbol para que se haya transformado a fuerza de llevar al crío a las competiciones, ella que por padres y hermanos no tuvo nunca un balón cerca, en una futbolera de tomo y lomo. Y esos comportamientos, animantes o reprobables, se pegan a los hijos.