Me asomé al ventanuco en forma de cruz al fondo del Cementerio de San Amaro, como tantas veces hiciera de niña cuando, en vez del Paseo Marítimo de Paco Vázquez, solo se veían rocas contra las que rompían las olas. Desde aquel ventanuco se tiraban los restos cuando se llenaba el osario, pero al fondo del acantilado no había calaveras que devolviesen la mirada, sólo espuma alborotada, lapas y gaviotas.

Subí entre las hiladas de muertos contemplando los detalles de las losas más antiguas. Pasó entonces por mi lado una comitiva de turistas y un guía con sombrero y capa de paño negro que, cuando se detenía ante la tumba de algún ilustre escritor, contaba su historia y recitaba textos encandilando al auditorio.

Tiempo atrás, había visto al mismo guía caminar con paso firme en dirección a María Pita donde otro grupo de turistas esperaba que el Alcalde Picadillo les enseñase el Palacio Municipal. Aquel día este hombre enjuto llenaba de algún modo un ancho chaqué con fajín rojo. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, bigote y pajarita, emulando al retrato del Alcalde Puga y Parga que se encuentra en el primer piso del Ayuntamiento y, entre los arcos de la planta baja, ya metido en su papel, con gran dignidad me besó la mano y me saludó: "Señora".

Es Picadillo un personaje reconocible y afable. No es habitual en estos tiempos de juicios sumarísimos que alguien tan gordo tenga tan buena prensa, y bien podría sospecharse que, al tratarse de un periodista, se deba a cierto corporativismo.

Nos gusta Picadillo por lo que sabemos y hasta por lo que no. Si damos por bueno que la intuición es una forma de conocimiento, hay un algo inaprehensible que nos inclina a favor de este hombre de ideas tan pegado a la carne en todos sus sentidos. El Puga y Parga jurista, literato, periodista y político, era también el Picadillo hedonista, empático, glotón, risueño y festeiro sin solución de continuidad, sin contradicción alguna. El ser humano completo y libre tiene problemas con los límites, tanto al imponérselos a sí mismo, como a los demás y, aunque le cueste la alcaldía, la orden de reprimir a unos huelguistas se cumple mirando a otro lado y haciéndoles llegar abundantes viandas.

Puga y Parga fue mucho más que un hombre gordo. Fue un alcalde, juez y periodista gordo. El ingenio con perdices, bacalao y arroz con leche solo puede mejorar. Y, si el oficio de uno son las letras, es inevitable que trasluzca. Por ejemplo, hace un par de años, el metro de Madrid me arrullaba entre estaciones; alcé la vista un momento y me encontré con un escrito de Álvaro Cunqueiro sobre capones gallegos. Enmarcado donde habitualmente se anuncia una revista de moda, la rubia de turno había sido sustituida por el no menos exuberante dibujo de un ave bien guisada con guarnición y un texto escrito para excitar los sentidos.

A un cónclave de periodistas capaces de estas transfiguraciones, además de los ya mencionados, habría que convocar a más purpurados, como Julio Camba o Martín Ferrand, Néstor Luján, Joan Perucho o Manuel Vázquez Montalbán cuyas cenizas, siguiendo sus instrucciones, fueron esparcidas en la Cala Montjoi y allí siguen, incluso después de desaparecido su amado El Bulli.

No es casual que la buena pluma combine tan bien con la buena mesa. Las letras y los ingredientes comparten la cualidad de que pueden mezclarse de cualquier manera o, en las manos adecuadas, llegar a convertirse en arte.

Conocimiento, curiosidad, criterio, creatividad y sensibilidad ¿describen a un gastrónomo o a un poeta? Acaso, ¿serán lo mismo?

Ambos comparten la pulsión de sacarle todo el jugo a la vida manteniendo la capacidad de distinguir los matices. Saber que cada color, sabor, olor y textura tiene un origen, una historia y un porqué, hacen difícil dar gato por liebre. Un hombre o una mujer armados con semejante discernimiento pueden entrar en un mesón o en Las Cortes y, a la vista de lo que se cuece, escribir el relato de la verdad. El periodista gastrónomo no sólo puede deleitarnos al narrar la materia prima transformada en gozo; también conoce, por ejemplo, que, con ocasión de una boda, Picadillo asó al espeto durante largo tiempo una vaca rellena con cerdos que estaban rellenos de pollos que estaban rellenos de perdices. Y quien esto sabe no va a dejarse engañar por los requiebros de un diputado.