Ha ocurrido. Marzo llega al 3 en el lugar de la decena, sinónimo inequívoco de que está ya en sus últimas horas. La vida y la primavera siguen, ajenas a todo el batiburrillo mediático que significa el tren de campañas electorales y elecciones que están por venir, y que directa o indirectamente afectan ya a mucho de lo que se vive estos días en el país.

Con todo, hoy dedicaremos estás letras a una de las cuestiones que me parecen más cruciales en la política y que, a pesar de que muchas personas se pronuncien en público de otra manera, se produce de forma generalizada. Soy consciente de que en mi disensión en tal planteamiento está la razón profunda por la cual yo nunca me planteé ni me plantearé afiliarme a un partido, y por la que tendría escaso o nulo éxito en cualquier aventura de tal índole. Una pena, tal y como están las cosas y todo el trabajo que hay por hacer...

Les cuento... Miren, parece como si hoy los partidos políticos fuesen un cajón de sastre en que casi todo se puede embutir si se presume pueda ser del agrado de la ciudadanía, por incoherente que resulte tal amalgama final. Y, al tiempo, donde hay tabúes y charcos en los que mejor no meterse, por su inoportunidad o su capacidad para restar sufragios. Algo que siempre me ha llamado poderosamente la atención, ya que entiendo la política como la exposición de una serie de planteamientos para que aquellas personas que con ellos concuerden puedan apoyarlos, sin mucho más maquillaje y cintura. Una forma de ver las cosas que implica asumir de antemano que las ideas de uno tienen un cierto techo de cristal, y que luego vendrán los pactos entre corrientes de mayor cercanía ideológica para intentar conformar mayorías.

En las antípodas, como digo, el planteamiento actual de todos o casi todos, donde el marketing, la comunicación y la eterna sonrisa y situaciones que serían hasta cómicas si no estuviésemos hablando de nuestro futuro, son los reyes del mambo. El donde dije digo digo Diego, el puedo prometer y prometo y, además, una asombrosa amnesia que solamente se combate con una hemeroteca bien armada. Hoy casi todo es circo, en el peor de sus significados y pidiendo disculpas de antemano a los artistas de tal gremio. Hoy buena parte es también humo. Y hoy no se pone tanto un producto político real en el mercado como se hace una campaña para que el público compre una sensación o percepción. Luego, en la vida real, ya se aquilatará dicho mensaje. O, a veces, ni eso.

Los últimos días son notorios los charcos en los que se han metido, por ejemplo, Suárez Illana (PP), Miquel Iceta (PSOE) y, también Podemos, a cuenta del cartel del retorno de Iglesias. Charcos de distinta naturaleza, calado, pelaje y verbo, pero charcos por lo incómodo que hicieron los momentos posteriores para sus formaciones políticas. Todos ellos han tenido que matizar palabras, reconocer su error o pedir perdón. Es cierto que lo de Suárez y el aborto ha sido verdaderamente un desastre por la pobreza intelectual de tales declaraciones y porque era un tema que su partido „a todas luces„ no quería abordar, y menos así. Y también que Iceta, con su referéndum catalán, dejó en bandeja la pelota a sus adversarios para erosionar, aún más de lo habitual, un planteamiento como el de Sánchez, que contempla un cierto diálogo y mira un poco más allá de la legalidad vigente. Charcos todos ellos, sí, en cuyo fondo no entraré, que han disgustado en sus partidos, y sobre los que ya han corrido ríos de tinta. Pero charcos posibles, valientes y legítimos si reflejasen de verdad el pensamiento de sus formaciones, independientemente de lo que digan sus manuales de estilo.

Quizá Iceta o Illana hayan errado al decir en alto lo que pensaban, y que sus líderes ni compraban ni querían decir. Pero, cada uno en su estilo y con sus ideas, al menos han sido fieles a aquello de que meterse en un charco es inevitable si uno quiere defender aquello en lo que cree, al margen de que los asesores de comunicación e imagen se tiren de los pelos. Estos últimos buscan hacer ganar elecciones al precio que sea. Para mí, reitero, ese no es el honesto camino que yo le presupongo a quien quiera proponer escenarios concretos y poco vaporosos para edificar un futuro común. A mí no me molesta quien se mete en charcos. A mí me molestan los que van dando saltitos para no pisar ninguno, haciendo intrahistoria de sus propias palabras, y cambiando todo lo que haya que cambiar, en cada momento, al ritmo demoscópico más idóneo para salir airoso de todo ello.